FUNDAMENTOS DE UNA ESTETICA INTEGRAL

Frithjof Schuon

 

 

El esoterismo implica cuatro dimensiones principales: una intelectual, de la que testimonia la doctrina; una volitiva o técnica, que engloba los medios directos o indirectos de la vía; una moral, que concierne a las virtudes intrínsecas y extrínsecas; una estética, de la que derivan el simbolismo y el arte desde el doble punto de vista objetivo y subjetivo.

Exotéricamente, la belleza representa, bien un atractivo excusable o inexcusable, bien una expresión de la piedad y, por lo mismo, el revestimiento de un simbolismo teológico; esotéricamente ejerce la función de medio espiritual en conexión con la contemplación y el «recuerdo» interiorizante. Por «estética integral» entendemos, en efecto, una ciencia que da cuenta, no solamente de la belleza sensible, sino también de los fundamentos espirituales de ésta (1), fundamentos que explican la frecuente conexión entre las artes y los métodos iniciáticos.

La estética en sí, al ser la ciencia de lo bello, concierne tanto a las leyes de la belleza objetiva como a las de la sensación de lo bello. Es objetivamente bello lo que expresa de ésta o aquélla manera un aspecto del esplendor cósmico y, en última instancia, divino, y lo hace conforme a los principios de jerarquía y equilibrio que este esplendor implica y exige; la percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinitud y de amor. De seguridad, porque la belleza es unitiva y porque excluye, con una especie de evidencia musical, la fisuras de la duda y de la inquietud; de infinitud, porque la belleza, por su misma musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y os límites y de esta forma libera al alma de sus estrecheces, aunque solo fuera de una forma lejana e ínfima; de amor, porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y, por tanto, a la extinción unitiva. Todos estos factores producen la satisfacción de la inteligencia, que adivina espontáneamente en la belleza -en la medida en que la comprende- la verdad y el bien, o la realidad y su potencia liberadora.

 

 

El Divino Principio es el absoluto y, siendo el absoluto, es el Infinito. Es de la Infinitud de donde surge la Mâyâ manifestadora o creadora, y esta Manifestación realiza una tercera cualidad hipostática, la Perfección. Absolutidad, Infinitud, Perfección; por consiguiente: la belleza, en cuanto manifestación, exige la perfección, y ésta se realiza según la absolutidad por una parte y según la Infinitud por otra. Al reflejar el Absoluto, la belleza realiza un modo de regularidad y, al reflejar el Infinito, realiza un modo de misterio. Siendo perfección, la belleza es regularidad y misterio; es por estas dos cualidades por lo que estimula y al mismo tiempo apacigua a la inteligencia, y a la sensibilidad conforme a la inteligencia. En el arte sagrado se encuentra en todas partes, y necesariamente, la regularidad y el misterio. Según una concepción profana, la del clasicismo, es la regularidad la que hace la belleza; pero la belleza de que se trata está desprovista de espacio o de profundidad, puesto que es sin misterio y, por lo tanto, sin la vibración de la infinitud. Ocurre ciertamente en el arte sagrado que el misterio prevalece sobre la regularidad, o inversamente, pero los dos elementos están siempre allí; es su equilibrio el que crea la perfección.

La Manifestación cósmica refleja o proyecta necesariamente el Principio según la absolutidad y según la Infinitud; inversamente, el Principio contiene o prefigura la raíz de la Manifestación, luego de la Perfección, y esto es el Logos. El Logos combina in divinis la regularidad y el misterio; es, por decirlo así, la Belleza manifestada de Dios; pero esta manifestación sigue siendo principal, no es cósmica. Se ha dicho que Dios es geómetra, pero es importante añadir que es también músico.

Absoluto, Infinito, Perfección. Podríamos representar el primer elemento por el punto, el segundo por los radios y el tercero por el círculo. La Perfección es el Absoluto proyectado, en virtud de la Infinitud, en la relatividad; es, por definición, adecuada, pero no el Absoluto o, dicho de otro modo, es un determinado Absoluto -a saber, el Absoluto manifestado-, pero no es el Absoluto como tal; y por «Absoluto manifestado» hay que entender siempre lo siguiente: manifestado de una determinada manera. El Infinito es la Feminidad divina, de él procede la Manifestación; en el Infinito, la Belleza es esencial, luego informal, indiferenciada e inarticulada, mientras que en y por la Manifestación se coagula y se vuelve tangible, no solamente a causa del hecho mismo de la exteriorización, sino también, y positivamente, en virtud de su contenido, imagen del Absoluto y factor de necesidad, luego de regularidad.

La función cósmica o, más particularmente, terrenal de la belleza es la de actualizar en la criatura inteligente la memoria platónica de los arquetipos, hasta llegar a la Noche luminosa del Infinito (2). Lo que nos lleva a la conclusión de que la comprensión plena de la belleza exige la virtud y se identifica con ella: es decir, de la misma manera que es preciso distinguir, en la belleza objetiva, la estructura exterior y el mensaje en profundidad, también hay que hacer una distinción, en el sentido de lo bello entre la sensación estética y la correspondiente belleza del alma, a saber, tal virtud. Fuera de toda cuestión de «consolación sensible», el mensaje de la belleza es a la vez intelectual y moral: intelectual, porque nos comunica, en el mundo de la accidentalidad, aspectos de la Substancia sin, no obstante, tener que dirigirse al pensamiento abstracto; y moral, porque nos recuerda lo que debemos amar y, por consiguiente, ser.

 

 

Conforme al principio platónico de que lo semejante se asocia de buen grado con lo semejante, Plotino observa que «es siempre fácil atraer al Alma universal..., construyendo un objeto apto para sufrir su influencia y recibir su participación. Ahora bien, la representación gráfica de una cosa es siempre apta para sufrir la influencia de su modelo; es como un espejo capaz de captar su apariencia» (3).

Este pasaje enuncia el principio crucial de la relación casi mágica entre el recipiente conforme y el contenido predestinado, o entre el símbolo adecuado y la presencia sacramental del prototipo. Las ideas de Plotino deben ser comprendidas a la luz de las del «divino Platón»: ahora bien, éste aprobaba los tipos fijos de las esculturas sagradas de Egipto, pero rechazaba las obras de los artistas griegos que imitaban la naturaleza en su accidentalidad exterior e insignificante siguiendo su imaginación individual. Este veredicto excluye de entrada, del arte sagrado, las reproducciones de un naturalismo virtuoso, exteriorizante, accidentalizante y sentimentalista, el cual peca tanto por abuso de la inteligencia como por olvido de lo interior y de lo esencial.

 

Y de la misma, con mayor razón: el alma inadecuada, es decir, no conforme con su dignidad primordial de «imagen de Dios», no puede atraer las gracias que favorecen o incluso constituyen la santidad. Según Platón, el ojo es el «instrumento más solar», lo que Plotino comenta así: «Nunca el ojo habría visto el sol si no fuera él mismo de la naturaleza solar, como tampoco el alma podría ver lo bello si no fuera bella ella misma.» Ahora bien, la belleza Platónica es un aspecto de la Divinidad, y es por esto por lo que es el «esplendor de lo Verdadero»; es decir, que la Infinitud es de alguna manera el aura del Absoluto, o que Mâyâ es la shakti de Atmâ y, por consiguiente, toda hipóstasis de lo Real absoluto -cualquiera que sea su grado- se acompaña de una irradiación que podríamos intentar definir con la ayuda de las nociones de «armonía», «belleza», «bondad», «misericordia» y «beatitud».

 

«Dios es bello y ama la belleza», dice un hadîth que hemos citado más de una vez (4): Atmâ es no solamente Sat y Chit, «Ser» y «Conciencia» -o, más relativamente, «Potencia» y «Omnisciencia»-, sino también Ananda, «Beatitud», luego Belleza y Bondad (5); y lo que queremos conocer y realizar debemos reflejarlo a priori en nuestro propio ser, porque no podemos conocer perfectamente, en el orden de las realidades positivas (6), más que lo que somos.

 

Los elementos de belleza, sean visuales o auditivos, estáticos o dinámicos, no son solamente agradables, son, ante todo, verdaderos y su atractivo viene de su verdad; éste es el dato más evidente y, no obstante, menos comprendido de la estética. Además, como Plotino hace notar, todo elemento de belleza o de armonía es un espejo o un receptáculo que atrae la presencia espiritual que corresponde a su forma o a su color, si se puede decir; si esto se aplica lo más directamente posible a los símbolos sagrados, vale igualmente, de una manera menos directa y más difusa, para todas las cosas armónicas, luego verdaderas. Así, un ambiente artesanal hecho de una sobria belleza -porque no se trata de suntuosidad más que en casos muy particulares- atrae o favorece la barakah, la «bendición»; no es que cree la espiritualidad, como tampoco el aire puro crea la salud, pero es, en todo caso, conforme a ella, lo que es mucho, y lo que es, humanamente, lo normal.

 

A despecho de estos datos que nos parecen evidentes y que se encuentran corroborados por todas las bellezas que el cielo ha otorgado a los mundos tradicionales, algunos preguntarán sin duda qué conexión puede tener el valor estético de una casa, de un mobiliario o de un utensilio con la realización espiritual. ¿Cuándo, pues, un Shankara se ha ocupado de estética o de moral? A esto respondemos que el alma de un sabio de esta envergadura es naturalmente bella y está indemne de toda mezquindad y que, además, un ambiente íntegramente tradicional -sobre todo en un medio como el de los brahmanes- excluye ampliamente, si no absolutamente, la fealdad artística o artesanal; de manera que un Shankara no tenía nada que enseñar -ni a fortiori que aprender- sobre el tema de los valores estéticos, a menos de ser un artista por vocación o por profesión, algo que no fue y que su misión estaba lejos de exigir.

Ciertamente, la sensación de lo bello puede efectivamente no ser más que un placer, según el grado de receptividad; pero según su naturaleza y para el Intelecto y en virtud, por su puesto, de su objeto, ofrece paralelamente a su musicalidad una satisfacción intelectual, luego un elemento de conocimiento.

Resulta necesario disipar aquí el error según el cual todo en la naturaleza es bello por el solo hecho de pertenecer a ella, y de que todo en la producción tradicional es asimismo bello por pertenecer a la tradición; que, por consiguiente, la fealdad no existe ni en el reino animal ni en el reino vegetal, puesto que, al parecer, toda criatura «es perfectamente lo que ella debe ser», lo que no tiene, verdaderamente, la menor relación con la cuestión estética; y que el más magnífico de los santuarios no es más bello que cualquier utensilio, porque el utensilio «es exactamente lo que debe ser». Esto es pretender, no solamente que una especie animal fea es estéticamente equivalente a una especie bella, sino también que la belleza no vale más que por la ausencia de fealdad y no por su contenido propio, como si la belleza de un hombre fuera el equivalente de la de una mariposa, una flor o una gema. Ahora bien, la belleza es una cualidad cósmica que no se deja reducir a abstracciones extrañas a su naturaleza; paralelamente, lo feo no está solamente en la cosa que no es enteramente lo que debe ser, no consiste solamente en una imperfección accidental o en una falta de gusto; está en todo lo que manifiesta, accidental o substancialmente, artificial o naturalmente, una privación de verdad ontológica, de bondad existencial o, lo que viene a ser lo mismo, de realidad. La fealdad es, muy paradójicamente, la manifestación de una nada relativa: de una nada que no puede afirmarse más que negando o socavando un elemento de Ser, luego de belleza. Es decir que, de una cierta manera y hablando elípticamente, lo feo es menos real que lo bello, y no existe en suma más que gracias a una belleza subyacente a la que desfigura; en resumen, es la realidad de una irrealidad, o la posibilidad de una imposibilidad, como todas las manifestaciones privativas.

 

El argumento de que la cualidad estética está lejos de coincidir siempre con la cualidad moral y que, por consiguiente, es algo vano, este argumento, justo por su observación y falso por su conclusión, deja de lado una evidencia, a saber, que el mérito ontológico y en principio espiritual de la belleza permanece intacto en su plano; que una cualidad estética no sea valorizada no impide que pudiera y debiera serlo y que en tal caso probaría su potencialidad espiritual y, por tanto, su verdadera naturaleza. Inversamente, la fealdad es una privación incluso cuando se alía con la santidad, que no puede volverla positiva, pero que evidentemente la neutraliza, exactamente como la perversión moral esteriliza la belleza, pero sin abolirla en lo que tiene de existencial, no de volitivo.

El dilema de los moralistas encerrados en la alternativa del «blanco o negro» se resuelve metafísicamente por la complementariedad entre la trascendencia y la inmanencia: según la primera, nada es realmente bello porque sólo Dios es la Belleza; según la segunda, toda belleza es realmente bella porque es la Belleza de Dios. De ello resulta que toda belleza es a la vez una puerta cerrada y una puerta abierta o, dicho de otro modo, un obstáculo y un vehículo. O bien la belleza nos aleja de Dios porque se identifica enteramente en nuestro espíritu con su soporte terreno, que en tal caso ejerce la función de ídolo, o bien nos aproxima a Dios porque percibimos en ella las vibraciones de Beatitud y de Infinitud que emanan de la Belleza divina. (8)

Muy paradójicamente, lo que acabamos de decir se aplica también a las virtudes; los sufíes insisten en ello. Como las bellezas físicas, las bellezas morales son a la vez soportes y obstáculos: son soportes gracias a su naturaleza profunda, que pertenece ontológicamente a Dios, y son obstáculos en la medida en que el hombre se las atribuye como mérito cuando no son más que aperturas hacia Dios en medio de las tinieblas de la debilidad humana.

La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en un ídolo; y la virtud unida a Dios se convierte en santidad, como la belleza unida a Dios se convierte en sacramento.

 

NOTAS

 

1.- No hay que confundir la estética con el estetismo ni con el esteticismo. El segundo término evoca un movimiento literario y artístico de la Inglaterra del siglo XIX, mientras que el tercero -poco usado en francés pero corriente en alemán (Aesthetizismus)- designa simplemente una preocupación abusiva por valores estéticos ya reales ya imaginarios o, al menos, muy relativos. Por lo demás, no hay que arrojar demasiado fácilmente la piedra a los estetas románticos, que tenían el mérito de la nostalgia muy comprensible en un mundo que se hundía en una mediocridad sin esperanza y en una fealdad fría e inhumana.

2.-Según Pitágoras y Platón, el alma ha oído las armonías celestiales antes de ser exiliada a la tierra, y la música despierta en el alma el recuerdo de estas melodías.

3.- este principio no puede impedir que una influencia celestial se manifieste incidental o accidentalmente en una imagen incluso muy imperfecta -quedando excluidas las obras de la perversión y de la subversión- por pura misericordia y a título de «excepción que confirma la regla».

4.- Otro hadît nos recuerda que «el corazón del creyente es dulce y ama la dulzura (hlâwah)». lo «dulce», según la palabra árabe, es al mismo tiempo lo agradable con un matiz de belleza primaveral; lo que equivale a decir que el corazón del creyente es profundamente benévolo, porque, al haber vencido la dureza propia del egoísmo y la mundanalidad, está hecho de dulzura o de generosa belleza.

5.- Cuando el Corán dice que Dios «se ha prescrito a sí mismo la Misericordia» (Rahmah), afirma que ésta pertenece a la Esencia misma de Dios; por lo demás la noción de Misericordia no da cuenta, más que de una manera parcial y extrínseca, de la naturaleza beatífica del Infinito.

6.- Esta reserva significa que no conocemos las realidades privativas -que precisamente manifiestan irrealidad- más que por contraste; por ejemplo, el alma comprende la fealdad moral en la medida en que ella misma es moralmente bella, y no puede serlo más que por participación en la Belleza divina, la Belleza en sí.

7.- Esta es toda la diferencia que existe entre los rasgos de un rostro y su expresión, o entre la forma de un cuerpo y sus gestos, o todavía, entre la forma de un ojo y su mirada. Esto no impide que incluso la mirada de una persona moralmente imperfecta pueda poseer belleza cuando expresa la primavera de la juventud, o simplemente la alegría, un buen sentimiento o la tristeza; pero todo esto es una cuestión de grado, sea de la belleza natural, sea de la imperfección moral.

8.- Râmakrishna, contemplando un vuelo de grullas, un león, una danzarina, caía en éxtasis. Es lo que se llama «ver a Dios en todas partes»; no descifrando los simbolismos, por supuesto, sino percibiendo sus esencias.

 

(III)   

LA BELLEZA ES UN ESTADO

Ananda K. Coomaraswamy

 

 

Suele sostenerse que los objetos naturales como los seres humanos, los animales o los paisajes, y los objetos artificiales como fábricas, tejidos u obras deliberadamente artísticas, pueden ser clasificados como bellos o feos. Sin embargo, nunca se ha encontrado un principio general de clasificación, y lo que parece bello para uno es descrito como feo por otro. En palabras de Platón: «Cada cual elige amar los objetos de belleza según su propio gusto».

 

Tomemos, por ejemplo, el tipo humano: cada raza y, hasta cierto punto, cada individuo, tiene un ideal único. No podemos esperar un acuerdo final; no podemos contar con que el europeo prefiera los rasgos mogoles, ni que el mogol prefiera los europeos. A cada cual le resulta muy fácil, claro está, mantener el valor absoluto de su propio gusto y calificar de feos a los otros, al igual que el héroe caballeresco sostiene por la fuerza de las armas que su amada es mucho más hermosa que cualquier otra. De modo semejante, las distintas sectas afirman el valor absoluto de su propia ética. Pero es claro que tales pretensiones no son más que afirmaciones de prejuicios, pues, ¿quién puede decir qué idea racial o qué moralidad es «mejor»? Es demasiado fácil decidir que lo nuestro es lo mejor; a lo sumo tenemos derecho a creer que es lo mejor para nosotros. Esta relatividad en ninguna parte se sugiere mejor que en dicho clásico atribuido a Majnun cuando se le señaló que la gente en general consideraba que Laila distaba mucho de ser hermosa. «Para ver la belleza de Laila», dijo, «se necesitan los ojos de Majnun».

Ocurre lo mismo con las obras de arte. Los diferentes aristas se inspiran en objetos diferentes; lo que es atractivo y estimulante para uno, es deprimente y carente de atractivo para otro, y la elección también varía de una a otra raza y de una a otra época. Y en cuanto a la apreciación de tales obras, ocurre lo mismo, pues los hombres en general sólo admiran las obras que por educación o temperamento están predispuestos a admirar. Penetrar el espíritu de un arte no familiar exige un esfuerzo más grande que el que la mayoría está dispuesta a hacer. El erudito clásico empieza convencido de que el arte de Grecia nunca ha sido igualado ni superado, y que nunca lo será. Hay muchos que piensan, como Miguel Angel, que, porque la pintura italiana es buena, la buena pintura es italiana. Hay muchos que nunca han sentido la belleza de la escultura egipcia o de la pintura o la música china o india: el que tenga también la osadía de negar su belleza no prueba, sin embargo nada.

También es posible olvidar que determinadas obras son bellas: el siglo dieciocho había olvidado la belleza de la escultura gótica y de la pintura primitiva italiana; la memoria de su belleza sólo se restauró con gran esfuerzo a lo largo del siglo diecinueve. Pueden existir también objetos naturales u obras de arte que la humanidad sólo muy lentamente aprende a considerar bellos en algún sentido; la apreciación estética del paisaje desértico o montañoso por parte de Occidente, por ejemplo, no data de más allá del siglo diecinueve; y es bien sabido que artistas de la máxima categoría a menudo no son comprendidos hasta mucho después de su muerte. De modo que, cuanto más consideramos la variedad de la elección humana, más debemos admitir la relatividad del gusto.

Y, sin embargo, quedan filósofos firmemente convencidos de que existe una belleza (rasa) absoluta, lo mismo que otros sostienen los conceptos de bondad y Verdad absolutas. Los que aman a Dios identifican estos absolutos con El (o Ello) y mantienen que Dios sólo puede ser conocido como belleza, Verdad y Amor perfectos. También está ampliamente extendida la opinión de que el verdadero crítico (rasika) es capaz de decidir qué obras de arte son bellas (rasavant) y cuáles no; o, en palabras más sencillas, que puede distinguir las obras de auténtico arte de las que no tienen derecho a ser denominadas de ese modo. Al mismo tiempo, debemos admitir la relatividad del gusto y el hecho de que todos los dioses (devas e isvaras) están modelados a semejanza del hombre.

Nos queda, por tanto, resolver las aparentes contradicciones. Esto sólo podemos hacerlo mediante el uso de una terminología más exacta. Hasta ahora he hablado de «belleza» sin definir lo que entendía por ello, y he usado una sola palabra para expresar una multiplicidad de ideas. Pero no queremos decir lo mismo cuando hablamos de una bella muchacha o de un bello poema; será aún más evidente que queremos decir dos cosas diferentes si hablamos de un tiempo hermoso o de un cuadro hermoso. De echo, el concepto de belleza y el adjetivo «bello» pertenecen exclusivamente a la estética y deberían usarse solamente en el juicio estético. Rara vez hacemos tales juicios cuando hablamos de los objetos naturales como de algo bello; generalmente queremos decir que esos objetos a los que llamamos bellos nos resultan agradables, práctica o moralmente. Demasiado a menudo pretendemos juzgar de esa manera una obra de arte, llamándola bella si representa alguna forma o actividad que aprobamos cordialmente, o si nos atrae por la delicadeza o alegría de su color, la dulzura de sus sonidos o el encanto de su movimiento. pero cuando juzgamos de este modo la danza de acuerdo con nuestra actitud de simpatía hacia el encanto o la habilidad del danzante, o el significado de la danza, no deberíamos emplear el lenguaje de la pura estética. Sólo cuando juzgamos estéticamente una obra de arte podemos hablar de la presencia o ausencia de la belleza, podemos llamar a la obra rasavant u otra cosa. Pero cuando la juzgamos desde el punto de vista de la actividad, práctica o ética, deberíamos usar una terminología que correspondiera, llamando al cuadro, canción o actor «hermoso» ( Lovely en el original ingles), es decir, amable ( Lovable: digno de ser amado), o de otra manera, «noble» a la acción, «brillante» al color, «gracioso» u otra cosa al gesto, etcétera. Y se verá que con ello no estamos realmente juzgando la obra de arte como tal, sino sólo el material y las partes separadas de las que está hecha, las actividades que representan o los sentimientos que expresan.

Naturalmente, cuando elegimos determinadas obras de arte para vivir con ellas, no hay ninguna razón por la que no debamos dejar que las consideraciones de afinidad o de tipo ético influyan en nuestro juicio. ¿Por qué el asceta debería buscarse incomodidades colgando en su celda la representación de algún desnudo, o mandar el general que interpreten una canción de cuna en víspera de la batalla? Cuando todo asceta y todo soldado se haya convertido en artista no habrá más necesidad de obras de arte; entretanto, algún tipo de selección ética es permisible y necesaria. Pero en esta selección debemos comprender claramente lo que estamos haciendo si queremos evitar una infinidad de errores, que culminan en ese tipo de sentimentalismo que considera que lo esencial en las obras de arte son los elementos útiles, estimulantes y morales. No deberíamos olvidar que el que representa el papel de villano de la obra puede ser un artista más grande que el que representa el papel de héroe. Pues la belleza -en las profundas palabras de Millet- no surge del tema de una obra de arte, sino de la necesidad que se ha sentido de representar ese tema.

Sólo deberíamos calificar de buena o mala una obra de arte en relación con su cualidad estética; sólo el tema y el material de la obra están envueltos en la relatividad. Con otras palabras, decir que una obra de arte es más o menos bella, o rasavant, es definir la medida en que es una obra de arte en vez de una mera ilustración. Por muy importante que en tal obra pueda ser el elemento de magia simpática, por muy importantes que puedan ser sus aplicaciones prácticas, no es en ellas en lo que consiste su belleza.

¿Qué es, pues, la Belleza, qué es el rasa, qué es lo que nos da derecho a decir de obras diversas que son bellas o rasavant? ¿Qué es esa cualidad única que las obras de arte más desemejante poseen en común? Recordemos la historia de una obra de arte. Hay en primer lugar una intuición estética por parte del artista original -el poeta o el creador-; en segundo lugar la expresión interna de esta intuición -la verdadera creación o visión de la belleza-; en tercer lugar la indicación de esto mediante signos externos (lenguaje) con el propósito de comunicación -la actividad técnica-; y finalmente el consiguiente estímulo del crítico o rasika a reproducir la intuición original, o alguna aproximación a ella.

La fuente de la intuición original puede ser, como ya hemos visto, un aspecto cualquiera de la vida. A un creador, las escamas de un pez le sugieren un diseño rítmico; otro es conmovido por determinados paisajes; un tercero elige hablar de casuchas, un cuarto, cantar los palacios; un quinto puede expresar la idea de que todas las cosas están vinculadas, enlazadas y enamoradas entre sí desde la perspectiva de la Danza General, o puede expresar esta idea con igual intensidad diciendo que «ningún gorrión cae al suelo sin el conocimiento de nuestro Padre». Todo artista descubre la belleza, y todo crítico la encuentra de nuevo cuando participa en la misma experiencia por medio de los signos externos. Pero, ¿dónde está esa belleza? Hemos visto que no puede decirse que exista en ciertas cosas y no en otras. Puede argüirse, entonces, que la belleza existe en todas partes; y no lo niego, si bien prefiero la afirmación, más clara, de que puede descubrirse en todas partes. Si pudiera decirse que existe en todas partes en un sentido material e intrínseco, lo podríamos perseguir con nuestras cámaras y balanzas, al modo de los psicólogos experimentales. Pero, si lo hiciéramos, sólo conseguiríamos tener cierto conocimiento del gusto corriente; no descubriríamos un medio para distinguir formas que son bellas de otras que son feas. La belleza nunca podrá medirse así, pues no existe aparte del propio artista, y del rasika que penetra en su experiencia.

¿Creías que estaba en la piedra blanca o gris? ¿o en las líneas de los arcos y las cornisas?

Toda música es lo que se despierta en ti cuando te es recordado por los instrumentos;

no son los violines y las cornetas... ni la partitura del barítono

Está mas cerca y más lejos que ellos (Walt Whitman)

 

 

Cuando toda cuestión de afinidad se ha excluido, queda todavía, sin embargo, un valor pragmático en la clasificación de las obras de arte como bellas o feas. Pero, ¿qué queremos decir exactamente con estas designaciones al aplicarlas a objetos? En las obras llamadas bellas reconocemos una correspondencia de tema y expresión, contenido y forma, mientras que en las llamadas feas encontramos el contenido y la forma en desacuerdo. En el tiempo y el espacio, no obstante, la correspondencia nunca equivale a identidad: es nuestra propia actividad, en presencia de la obra de arte, la que completa la relación ideal, y es en este sentido como la belleza es lo que «hacemos a» una obra de arte más bien que una cualidad presente en el objeto. Con referencia al objeto, la «mayor» o «menor» belleza indicará una mayor o menor correspondencia entre contenido y forma, y esto es todo cuanto podemos decir del objeto como tal; o, en otras palabras, es bueno el arte que es bueno en su clase. En el sentido más estricto de la actividad estética interna complementada, sin embargo, la belleza es absoluta y no puede tener grados.

La visión de la belleza es espontánea, exactamente en el mismo sentido que la luz interior del amante. Es un estado de gracia que no puede obtenerse mediante un esfuerzo deliberado, aunque quizá podemos apartar obstáculos a su manifestación, pues existen muchos testimonios de que el secreto e todo arte ha de encontrarse en el olvido de si mismo. Y sabemos que este estado de gracia no se consigue en la búsqueda del placer; los hedonistas tienen su recompensa, pero son esclavos de lo hermoso, mientras que el artista es libre en la belleza.

Debemos observar, además, que cuando calificamos seriamente de bellas a ciertas obras de arte, queriendo decir que son verdaderamente obras de arte, valoradas como tales con independencia del tema, las asociaciones o el atractivo técnico, hablamos todavía de manera elíptica. Queremos decir que los signos externos -poemas, imágenes, danzas, etcétera- son recordatorios eficaces. Podemos decir que poseen una forma significativa . pero esto sólo puede querer decir que poseen la clase de forma que nos hace recordar la belleza y despierta en nosotros la emoción estética. La explicación más adecuada de la forma significativa sería: la forma que muestra las relaciones internas de las cosas; o, según Nsieh Ho, «que revela el ritmo del espíritu en los gestos de las cosas vivientes». Todas las obras que poseen forma significativa son lingüísticas; y, si recordamos esto, no caeremos en el error de los que abogan por el uso del lenguaje por el lenguaje, ni confundiremos las formas significativas, o su significado lógico o valor moral, con la belleza que ellas nos hacen recordar.

Insistamos, sin embargo, en que el concepto de belleza ha sido obra del filósofo, no del artista: éste siempre se ha ocupado de decir claramente lo que había que decir. En todas las épocas de la creación, el artista ha estado enamorado de su tema particular -cuando no es así, vemos que su obra no es «sentida»-, nunca ha ido en busca de lo Bello, en el estricto sentido estético, y ponerse ese objetivo es buscar el desastre, como alguien que tratara de volar sin alas.

No es al artista a quien hay que decir que el tema es inmaterial: esto tiene que decirlo el filósofo al filisteo a quien no le gusta una obra de arte por la única razón de que no le gusta.

El verdadero crítico percibe la belleza cuyos signos ha mostrado el artista. No es necesario que el crítico aprecie la intención del artista -toda obra de arte encierra muchos sentidos- . Él sabe sin razonamientos si la obra es bella o no antes de que la razón empiece a preguntar de que «trata». Los escritores hindúes dicen que la capacidad de sentir la belleza (de saborear el rasa) no puede adquirirse con el estudio, sino que es la recompensa del mérito ganado en una vida anterior; pues bien, mucha buena gente y muchos supuestos historiadores del arte nunca la han percibido. El poeta nace, no se hace; pero también el rasika, cuyo genio difiere en grado, no en clase, del que posee el artista original. Usando una fraseología occidental, lo expresaríamos diciendo que la experiencia solo puede adquirirse con la experiencia; las opiniones han de ganarse. No conseguimos ni sentimos nada cuando aceptamos por el peso de la autoridad que determinadas obras son bellas. Es mucho mejor ser honrado y admitir que quizá no podemos ver su belleza. A lo mejor llegará un día en que estemos más preparados.

El crítico, tan pronto como se convierte en intérprete, tiene que demostrar su punto de vista; y no puede hacerlo con argumentaciones, sino solo creando una nueva obra de arte, la crítica. Su público, que capta el destello indirectamente -aunque se trata todavía del mismo destello, pues sólo hay uno-, tiene entonces la oportunidad de acercarse a la obra original por segunda vez y con mayor reverencia.

Cuando digo que las obras de arte son recordatorios, y que la actividad del crítico es una actividad de reproducción, sugiero que la visión, incluso la del artista original, puede ser más bien un descubrimiento que una creación. Si la belleza espera ser descubierta en todas partes, eso significa que aguarda nuestro recuerdo: en la contemplación estética, como en el amor y en el conocimiento, recobramos momentáneamente la unidad de nuestro ser liberado de la individualidad.

No hay grados de belleza; la expresión más compleja y la más simple nos recuerdan un único estado. La sonata no puede ser más bella que la canción más sencilla, ni la pintura del dibujo, sólo a causa de su mayor elaboración. El arte civilizado no es más bello que el arte salvaje sólo por su ethos tal vez más atractivo. Encontramos una analogía matemática si consideramos círculos grandes y pequeños, los cuales difieren tan sólo en su contenido, no en su circularidad. Del mismo modo, no puede haber ningún progreso continuo en el arte. En cuanto una intuición dada ha alcanzado una expresión perfectamente clara, sólo queda multiplicar y repetir esa expresión. Esta repetición puede ser deseable por muchas razones, pero casi invariablemente implica una decadencia gradual porque pronto empezamos a dar por supuesta la experiencia. La vitalidad de una tradición persiste tan sólo mientras es alimentada por la intensidad de la imaginación. Sin embargo, lo que entendemos por arte creativo no tiene una conexión necesaria con la novedad del tema, aunque ésta no esté excluida. El arte creativo es el arte que revela la belleza allí donde de otro modo la habríamos pasado por alto, o que la revela con mayor claridad de lo que antes habíamos percibido. La belleza a veces es pasada por alto justamente porque ciertas expresiones se han vuelto, como solemos decir, «trilladas»; entonces el artista creativo que trata el mismo tema restaura nuestra memoria. El artista es desafiado a revelar la belleza de todas las experiencias, nuevas y viejas.

Muchos han insistido con razón en que la belleza de una obra de arte es independiente de su tema, y, en verdad, la humildad del arte, que halla su inspiración en todas partes, es idéntica a la humildad del Amor, que considera por igual un perro y un Brahmán -y de la Ciencia, para la que la forma más baja es tan significativa como la más alta-. Y esto es posible porque se trata de un único todo indiviso. «Si vemos una forma bella, es Su reflejo que resplandece a través de ella».

Se verá ahora en qué sentido está justificado hablar de una Belleza Absoluta e identificar esa belleza con Dios. No queremos dar a entender con esto que Dios (que no tiene partes) tenga una forma hermosa susceptible de ser objeto de conocimiento, sino que en la medida en que vemos y sentimos la belleza, lo vemos y somos uno con El. El que Dios sea el primer artista no significa que creara formas, que habrían podido no ser hermosas si la mano del alfarero hubiese fallado, sino que todo objeto natural es una realización inmediata de Su ser. Esta actividad creadora es comparable con la expresión estética en su carácter no volitivo; ningún elemento de elección entra en este mundo de imaginación y eternidad, sino que siempre hay una perfecta identidad de intuición-expresión, de cuerpo y alma. El artista humano que descubre la belleza aquí o allá es el guru ideal de Kabir, que «revela el Espíritu Supremo dondequiera que se aplique su mente».

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Respetable Jñápika Gurú Dr. Pablo Elias Gómez Posse.

E Mail: aum_jnapika_satya_guru@hotmail.com
 


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