LOS SÍMBOLOS*

 

 

Los símbolos** y lo signos, ya sean verbales, musicales, dramáticos o plásticos, son medios de comunicación. Las referencias de los símbolos son a ideas y las de los signos a cosas. Uno y el mismo término puede ser un símbolo o un signo según su contexto: la cruz, por ejemplo, es un símbolo cuando representa la estructura del universo, pero un signo cuando se levanta en un cruce de caminos. Los símbolos y los signos pueden ser naturales (verdaderos, por propiedad innata) o convencionales (arbitrarios o accidentales), tradicionales o privados. En el presente artículo no nos interesaremos para nada en el lenguaje de los signos, empleados indicativamente en el lenguaje profano y en el arte realista y abstracto. Por «arte abstracto» entendemos ese arte moderno que evita expresamente la representación, en tanto que se distingue del «arte principial», que es el lenguaje naturalmente simbólico de la tradición.

 

El lenguaje del arte tradicional —ya sea la escritura, la épica, el folklore, el ritual y todos los oficios conexos— es simbólico; y puesto que es un lenguaje se símbolos naturales, que no es de invención privada, ni se ha establecido por ningún acuerdo conciliar, ni por la mera costumbre, es un lenguaje universal. El símbolo es la incorporación material, en sonido, figura, color o gesto, según sea el caso, de la forma imitable de una idea que ha de comunicarse, y esta forma imitable es la causa formal de la obra de arte misma. El símbolo sólo existe en razón de la idea que incorpora, y no en razón de sí mismo: es decir, una forma efectiva debe ser simbólica de su referencia, o en otro caso es meramente una figura ininteligible que gustará o desagradará sólo en razón del gusto. La mayor parte de la estética moderna (como implican las palabras «estética» y «empatía») asume que el arte consiste o debería consistir enteramente en tales figuras ininteligibles, y que la apreciación del arte consiste o debería consistir únicamente en reacciones emocionales apropiadas. Además, se asume igualmente que todo lo que es de valor permanente en las obras de arte tradicionales es de este mismo tipo, y que es enteramente independiente de su iconografía y de su significado. Ciertamente, nosotros tenemos derecho a decir que elegimos considerar únicamente las superficies estéticas de las artes antiguas, orientales o populares; pero si hacemos esto, al mismo tiempo no debemos engañarnos a nosotros mismos hasta el punto de suponer que la historia del arte, entendiendo por «historia» una explicación en los términos de las cuatro causas, puede conocerse o escribirse desde un punto de vista tan limitado. Por ejemplo, para comprender la composición, es decir, la secuencia de una danza o la disposición de las masas en una catedral o en un icono, debemos comprender la relación l—gica de las partes: de la misma manera que para comprender una sentencia, no es suficiente con admirar los sonidos melifluos, sino que es necesario estar familiarizado con los significados de las palabras por separado y con la lógica de sus combinaciones. El mero «amante del arte» no es mucho mejor que una urraca, que también decora su nido con lo que más place a su fantasía, y que se contenta con una experiencia puramente «estética». Muy lejos de esto, debe reconocerse que aunque en las obras de arte moderno no haya nada, o nada más que la persona privada del artista, detrás de las superficies estéticas, la teoría en base a la cual se produjeron y se saborearon las obras de arte tradicional da por establecido que el poder convocativo de la belleza no se dirige sólo a los sentidos, sino a través de los sentidos al intelecto: aquí «La belleza es afín a la cognición»; y lo que ha conocerse y comprenderse es una «idea inmaterial» (Hermes), un «pintura que no está en los colores» (LaökŒvatŒra Sètra), «la doctrina que se oculta detrás del velo de los extraños versos» (Dante), «el arquetipo de la imagen, y no la imagen misma» (San Basilio). «Es por sus ideas como nosotros juzgamos como deben ser las cosas» (San Agustín).

 

Es evidente que los símbolos y los conceptos —y, como dice Santo Tomás, las obras de arte son cosas concebidas per verbum in intellectu— no pueden servir para ningún propósito en aquellos que, en el sentido platónico, todavía no han «olvidado». Como dice Plotino, ni Zeus ni las estrellas recuerdan ni aprenden; la «memoria es sólo para aquellos que han olvidado», es decir, para nosotros, cuya «vida es un sueño y un olvido». La necesidad de los símbolos, y de los ritos simbólicos, surge solamente cuando el hombre es expulsado del Jardín del Edén; y surgen como medios por los cuales un hombre puede acordarse, en etapas posteriores, de su descenso desde los niveles de referencia intelectuales y contemplativos a los niveles de referencia físicos y prácticos. Ciertamente, nosotros hemos «olvidado» mucho más que aquellos que tuvieron necesidad de los símbolos por primera vez, y necesitamos mucho más que ellos inferir lo inmortal por sus analogías mortales; y nada podría constituir una prueba mayor de esto que nuestras propias pretensiones a ser superiores a todas las operaciones rituales, y a ser capaces de acercarnos a la verdad directamente. Los motivos del arte tradicional, que han devenido ahora nuestros «ornamentos», se emplearon originalmente como señales de la Vía, o como una huella de la Luz Oculta, que eran seguidas por los cazadores de una caza supersensual. En estas formas abstractas, cuanto más se rastrean en el pasado, o se encuentran todavía en la «superstición» popular, en los ritos agrícolas, y en los motivos del arte folklórico, tanto más se reconoce en ellas un equilibrio polar entre la figura perceptible y la información imperceptible; pero, como dice Andrae (Die ionische SaŸle, Schlusswort), en su vía de descenso hasta nosotros, cada vez han sido más vaciadas de contenido, cada vez han sido más desnaturalizadas con el progreso de la «civilización», hasta que han devenido lo que nosotros llamamos «formas de arte», como si hubiera sido una necesidad estética, algo así como la de nuestra urraca, la que las hubiera traído al ser. Cuando se han olvidado el significado y el propósito, o cuando sólo los iniciados los recuerdan, los símbolos retienen sólo aquellos valores decorativos que nosotros asociamos con el «arte». Más que esto, nosotros negamos que la forma de arte pueda haber tenido nunca otra cualidad que la meramente decorativa; y antes de que pase mucho tiempo comenzamos a dar por hecho que la forma de arte debe haberse originado en una «observación de la naturaleza», comenzamos a criticarla acordemente («Eso era antes de que ellos supieran algo sobre anatomía», o «eso era antes de que ellos comprendieran la perspectiva») en los términos del progreso, y a suplir sus deficiencias, como hicieron los helenistas griegos con la palma de loto cuando hicieron de ella un elegante acanto, o como hizo el renacimiento cuando impuso un ideal de «fidelidad a la naturaleza» sobre un arte más antiguo de tipología formal. Nosotros interpretamos el mito y la épica desde el mismo punto de vista, viendo en los milagros y en el Deux ex machina sólo un intento más o menos torpe, por parte del poeta, de realzar la presentación de los hechos; exigimos «historia», y nos esforzamos en extraer un núcleo histórico por el proceso aparentemente simple y realmente ingenuo de eliminar todo lo maravilloso, sin darnos cuenta nunca de que el mito es un todo, en el que las maravillas son una parte tan integral como los supuestos hechos; y pasando por alto que todas estas maravillas tienen una significación estricta enteramente independiente de su posibilidad o imposibilidad como acontecimientos históricos.

 

CAPÍTULO QUINCE

 

LA INTERPRETACIÓN DE LOS SÍMBOLOS*

 

Al estudioso de los símbolos a menudo se le acusa de «leer significados» dentro de los emblemas verbales o visuales cuya exégesis propone. Por otra parte, el esteta e historiador del arte, más preocupado de las peculiaridades estilísticas que de las necesidades iconográficas, generalmente evita el problema enteramente; y en algunos casos quizás, lo evita porque un análisis iconográfico excedería sus capacidades. Sin embargo, nosotros consideramos que el elemento más significativo en una obra de arte dada es precisamente ese aspecto de ella que puede persistir sin cambio, y que a menudo persiste sin cambio, a lo largo de milenios y en parajes ampliamente separados; y que los elementos menos significativos son esas variaciones de estilo accidentales por las cuales somos capaces de fechar una obra dada o incluso en algunos casos de atribuirla a un artista individual. Ninguna explicación de una obra de arte que no explica su composición o su constitución, a saber, lo que podemos llamar su «constante» en tanto que se distingue de su «variable», puede llamarse completa. En otras palabras, no puede considerarse completa ninguna «historia del arte» que considera sólo como un motivo el uso y los valores decorativos, y que ignora la raz—n de ser de sus partes componentes, y la lógica de su relación en la composición. Atribuir las particularidades precisas y minuciosas de una iconografía tradicional meramente a la operación de un «instinto estético», es eludir toda la cuestión; nosotros tendremos que explicar porqué la causa formal se imaginó como se imaginó, y no podremos aportar esta explicación hasta que hayamos comprendido la causa final en respuesta a la cual surgió la imagen formal en una mentalidad dada.

 

Naturalmente, nosotros no estamos tratando de la lectura de significados subjetivos o «fantásticos» en las formas iconográficas, sino sólo de una lectura del significado de tales fórmulas. No hay duda de que aquellos que hacían uso de los símbolos (tan distintos de nosotros mismos que meramente los miramos, y que, hablando generalmente consideramos sólo sus superficies estéticas) como medios de comunicación esperaban de sus audiencias algo más que una apreciación de los ornamentos retóricos, y algo más que un reconocimiento de los significados que se expresaban literalmente. En lo que concierne a los ornamentos, podemos decir con Clemente, que señala que el estilo de la Escritura es parabólico, y que ha sido así desde la antigüedad, que «la profecía no emplea formas figurativas en las expresiones en razón de la belleza de la dicción» (Mis. VI.15); y señala que la actitud del iconólatra no es considerar los colores y el arte como dignos de honor por sí mismos, sino como indicaciones del arquetipo que es la causa final de la obra (Hermeneia de Athos, 445). Por otra parte, es el iconoclasta el que asume que al símbolo se le adora como tal literalmente, es decir, como lo adora el esteta, que llega tan lejos como para decir que todo el significado y el valor del símbolo están contenidos en sus superficies estéticas, y que ignora completamente la «pintura que no está en los colores» (LaökŒvatŒra Sètra II.117). En lo que concierne a los «significados más que literales», sólo necesitamos señalar que se ha asumido universalmente que «En la misma Escritura Sagrada hay muchos significados subyacentes»; donde la distinción entre los significados literal y último, o entre los signos y los símbolos, presupone que «mientras en todas las demás ciencias las cosas se significan por palabras, esta ciencia tiene la propiedad de que las cosas mismas, significadas por las palabras, tienen a su vez una significación» (Santo Tomás, Summa Theologica III.App.1.2.5 ad 3 y 1.10.10c). De hecho, encontramos que aquellos mismos que hablan «parabólicamente», para cuya manera de hablar hay más razones adecuadas de las que pueden tratarse en la presente ocasión, invariablemente dan por hecho que habrá algunos que están cualificados para comprender lo que se ha dicho y otros que no lo están: por ejemplo, San Mateo 13:13-15, «A ellos yo les hablo en parábolas; porque viendo, no ven; y oyendo, no oyen, ni comprenden… Pues los oídos de este pueblo se han hecho duros de oír, y se han cerrado sus ojos; a no ser que venga el tiempo en que vean» etc. (cf. San Marcos 8:15-21). De la misma manera Dante, que nos afirma que toda la Commedia fue escrita con un propósito práctico, y que aplica a su propia obra el principio escolástico de la interpretación cuádruple, nos pide que no nos maravillemos de su arte, sino «de la enseñanza que se oculta detrás del velo de los versos extraños».

 

Así pues, el retórico indio asume también que el valor esencial de un dicho poético no está tanto en lo que se dice como en lo que se sugiere o implica. Para decirlo llanamente, «Una significación literal la entienden incluso los brutos; los caballos y los elefantes se ponen en marcha a la voz de mando. Pero el hombre sabio (paö¶itaú = doctor) comprende incluso lo que no se dice; y el iluminado, comprende el contenido pleno de lo que se ha comunicado sólo con una alusión». Quizás hemos dicho suficiente para convencer al lector de que hay significados inmanentes y causativos en los símbolos verbales y visuales, que deben leerse en ellos, y no, como hemos dicho arriba, leerse dentro de ellos, antes de que podamos pretender haber comprendido su razón, a saber, su rationem artis .

 

 

Actualmente, el licenciado, cuyos ojos han sido cerrados y cuyo corazón ha sido endurecido por una carrera de instrucción universitaria en las Bellas Artes o en la Literatura, está enteramente excluido de la comprensión completa de una obra de arte. Si una forma dada tiene para él un valor meramente decorativo y estético, le es mucho más fácil y mucho más cómodo asumir que nunca ha tenido ningún otro valor que el puramente sensorial, de lo que sería emprender el trabajo de ego-negaci—n que le requeriría entrar en la mentalidad en la que se concibió primeramente la forma y darle su consentimiento, Sin embargo, es justamente esta tarea la que el honor profesional del historiador del arte requiere de él; en todo caso, éste es el trabajo que el historiador del arte emprende nominalmente, aunque, de hecho, se deje de hacer una gran parte de él.

 

También se plantea la cuestión de hasta donde ha comprendido su material un autor o artista antiguo. Así pues, en una obra literaria o plástica dada, la iconografía puede ser defectuosa, por falta de conocimiento en el artista; o bien un texto puede haber sido distorsionado por la falta de cuidado o la ignorancia de un escriba. Es evidente que en tales casos no podemos emitir un juicio válido desde el punto de vista de nuestro conocimiento o ignorancia accidental de la materia. ¡Cuán a menudo se ve una enmienda sugerida por un filósofo, que puede ser impecable gramaticalmente, pero que muestra una falta de comprensión total de lo que podría haberse querido decir originalmente! ¡Y cuán a menudo, también, el restaurador más aventajado técnicamente puede hacer que una pintura parezca verse bien, sin saber que ha introducido contradicciones insolubles!

 

Sin embargo, en la mayoría de los casos, al autor o al artista antiguos no les faltaba la comprensión de su material, y lo que falla en realidad es únicamente nuestra propia interpretación histórica. Por ejemplo, nosotros suponemos que en las grandes epopeyas los elementos milagrosos han sido «introducidos» por algún poeta «imaginativo» a fin de realzar sus efectos, y nada es más habitual entonces que intentar llegar a un núcleo «desnudo» eliminado de la epopeya o del evangelio todo el material simbólico incomprensible. Por ejemplo, lo que en la obra de autores tales como Homero, Dante, o Valmiki son realmente tecnicismos, nosotros lo tomamos como ornamentos literarios, que han de achacarse a la imaginación del poeta, y que han de elogiarse o de condenarse en la medida de su atractivo. Antes al contrario: la obra del poeta profético, por ejemplo, los textos del ôg Veda o del Génesis, o los dichos de un Mesías, son «bellos» solamente en el mismo sentido en que el matemático habla de una ecuación como «bella»; por lo cual nosotros entendemos que ello implica lo opuesto mismo de un menoscabo de su «belleza». Desde el punto de vista de un esteta más antiguo y más instruido, la belleza no es un mero efecto, sino que pertenece propiamente a la naturaleza de una causa formal; lo bello no es la causa final de la obra que ha de hacerse, sino que «agrega a lo bueno una disposición hacia la facultad cognitiva por la cual el bien se conoce como tal» el «atractivo» de la belleza no es para los sentidos, sino a travŽs de los sentidos, para el intelecto.

 

Tenemos que comprender que el «simbolismo» no es un asunto personal, sino como lo expresaba Emil Mâle en relación con el arte cristiano, un cálculo. La semántica de los símbolos visibles es al menos una ciencia tan exacta como la semántica de los símbolos verbales, o «palabras». Por consiguiente, al distinguir entre el «simbolismo» y la hechura de signos meramente comportamentales, podemos decir que por muy ininteligentemente que se haya podido usar un símbolo en una ocasión dada, mientras siga siendo reconocible, un símbolo jamás puede llamarse ininteligible: la inteligibilidad es esencial a la idea de un símbolo, mientras que la inteligencia en el observador es accidental. Al admitir la posibilidad y la frecuencia actual de una degeneración desde un uso significante de los símbolos a un uso meramente decorativo y ornamental, debemos señalar que el hecho de afirmar el problema en estos términos es confirmar las palabras de un asiriólogo bien conocido, a saber, de que «Cuando sondeamos el arquetipo, el origen último de la forma, encontramos que está anclado en lo más alto, no en lo más bajo».

 

Lo que implica todo esto es de una significación particular para el estudioso, no meramente de las artes hieráticas tales como las de la India o las de la Edad Media, sino del arte salvaje y folklórico, y de los cuentos de hadas y ritos populares; puesto que es precisamente en todas estas artes donde ha sobrevivido mejor el estilo parabólico o simbólico dentro de nuestro entorno, que de otro modo es siempre ego-expresivo. Ciertamente, los arqueólogos están comenzando a darse cuenta de esto. Strzygowski, por ejemplo, al examinar la conservación de motivos antiguos en los bordados campesinos de la China moderna, ratifica el dicho de que «el pensamiento de muchos pueblos presuntamente primitivos está mucho más espiritualizado que el de muchos pueblos presuntamente civilizados», y agrega que «en cualquier caso, es evidente que en cuestiones de religión tendremos que echar abajo la distinción entre pueblos primitivos y pueblos civilizados». El historiador del arte está siendo batido en su propio campo por el arqueólogo, que hoy por hoy está en disposición de ofrecer una explicación de la obra de arte mucho más completa que el esteta que juzga todas las cosas por sus propios patrones. A pesar de sí mismos, el arqueólogo y el antropólogo están impresionados por la antigüedad y la ubicuidad de las culturas formales que no son en modo alguno inferiores a la nuestra, excepto en la amplitud de sus recursos materiales.

 

El hecho de que estemos infatuados con la idea del «progreso», y con la concepción de nosotros mismos como «civilizados» y de las edades antiguas y de otras culturas como «bárbaras», es lo que le ha hecho tan difícil al historiador del arte —a pesar de su reconocimiento del hecho de que todos «los ciclos del arte» son en realidad descensos desde los niveles alcanzados por los «primitivos», si no, ciertamente, descensos desde lo sublime hasta lo ridículo— aceptar la proposición de que una «forma de arte» es ya una forma difunta y abandonada, y hablando estrictamente una «superstición», es decir, un «residuo» de una humanidad más intelectual que la nuestra; en otras palabras, le ha hecho excesivamente difícil aceptar la proposición de que lo que para nosotros es un «motivo decorativo» y una suerte de «forrado», es en realidad el vestigio de una mentalidad más abstracta que la nuestra, una mentalidad que usaba menos medios para significar más, y que hacía uso de los símbolos principalmente por sus valores intelectuales, y no como los usamos nosotros, a saber, sentimentalmente. Aquí decimos «sentimentalmente», más bien que «estéticamente», para reflejar que ambas palabras son lo mismo en su significación literal, y que ambas son equivalentes a «materialista»; aisthesis es «sensación», sentido es el medio de sentir, y «materia» es lo que se siente. Así pues, hablar de una experiencia estética como «desinteresada» implica en realidad una antinomia; es sólo la experiencia noética o cognitiva la que puede ser desinteresada. Para apreciar o experimentar completamente una obra de arte tradicional (nosotros no negamos que hay obras de arte modernas que apelan sólo a las sensaciones) necesitamos al menos tanto eindenken como einfŸhlen, es decir, necesitamos «pensar en» y «pensar con» al menos tanto como «sentir en» y «sentir con».

 

El esteta objetará que estamos ignorando tanto la cuestión de la cualidad artística, como la de la distinción entre un arte noble y un arte decadente. De ninguna manera. Sólo damos por sentado que todo estudioso serio está equipado por temperamento y preparación para distinguir entre una obra buena y otra mala. Y si hay períodos de arte noble y decadente, a pesar del hecho de que las obras pueden ser tan habilidosas o aun más en el período decadente que en el noble, decimos que la decadencia no es en modo alguno imputable al artista como tal (al «hacedor por arte»), sino al hombre, que en el período decadente tiene mucho más que decir, y mucho menos que significar. Más que decir, y menos que significar —esto no es una cuestión de causas formales, sino de causas finales, que implica un defecto, no en el artista, sino en el patrón.

 

Así pues, decimos que el historiador del arte «científico», cuyos patrones de explicación son enteramente fáciles y enteramente sensoriales y psicológicos, no debe encolerizarse ante la «lectura de significados dentro de» fórmulas dadas. Cuando se han olvidado los significados, que son también las razones de ser, es indispensable que aquellos que pueden recordarlos, y que pueden demostrar por referencia a capítulo y versículo la validez de su «memoria», relean los significados dentro de formas de las que los significados han sido «borrados» ignorantemente, ya sea recientemente o hace mucho tiempo. Pues no hay ninguna otra manera en que pueda decirse que el historiador del arte ha cumplido su tarea o que ha explicado plenamente la forma, que él mismo no ha inventado, y que sólo conoce como una «superstición» heredada. No es como tal como puede criticarse la lectura de significados dentro de las obras de arte, sino sólo en lo que concierne a la precisión con la que se ha hecho la obra; por supuesto, el erudito está siempre sujeto a la posibilidad de la autocorrección o de la corrección por sus pares, en materias de detalle, aunque podemos agregar que en el caso del iconógrafo que está realmente en posesión de su arte, las posibilidades de un error fundamental son más bien pequeñas. Por lo demás, con mentalidades «estéticas» tales como las nuestras, nosotros corremos realmente poco peligro de proponer interpretaciones sobreintelectuales de las obras de arte antiguas.

 

(V)   

LA NATURALEZA DEL ARTE MEDIEVAL

 

A. K. Coomaraswamy

 

El arte es la imitación de la Naturaleza en su

modo de operar: el arte es el principio de la producción.

(Sto. Tomas de Aquino)

 

 

El espíritu moderno está tan lejos de los modos de pensamiento que hallaron expresión en el arte medieval como de los expresados en el arte oriental. Consideramos estas artes desde dos puntos de vista, ninguno de los cuales es válido: por un lado tenemos la opinión popular que cree en un «progreso» o «evolución» del arte y que sólo puede decir de un «primitivo» que «esto era antes de que supieran nada de anatomía», o del arte «salvaje», que no es «fiel a la naturaleza»; y por el otro tenemos el punto de vista refinado que ve todo el significado y el propósito de la obra en las superficies estéticas y en las relaciones entre las partes, y que sólo se interesa por nuestras reacciones emocionales ante esas superficies.

En cuanto al primero, sólo hay que decir que el realismo del arte renacentista y académico es exactamente aquello en que pensaba el filósofo medieval cuando hablaba de los que «no pueden concebir nada más noble que los cuerpos», esto es, que no saben otra cosa que anatomía. En cuanto al punto de vista refinado, que con razón rechaza el criterio de la semejanza y estima en mucho a los «primitivos», olvidamos que también acepta la concepción del «arte» como expresión de la emoción, y el término «estética» (literalmente, «teoría de la percepción sensorial y de las reacciones emocionales»), concepción y término que sólo han empezado a tener vigencia en los dos últimos siglos de humanismo. No nos damos cuenta de que al considerar el arte medieval (o antiguo, u oriental) desde estos ángulos, atribuimos nuestros propios sentimientos a unos hombres cuya idea del arte era completamente distinta de la nuestra, unos hombres que sostenían que «el arte tiene que ver con la cognición» y que separado del conocimiento no es nada; unos hombres que podían decir que «los cultos comprenden la razón fundamental del arte, mientras que lo incultos sólo conocen lo que les gusta», unos hombres para quienes el arte no era un fin, sino un medio para fines presentes de uso y goce y para el fin último de beatitud, identificado con la visión de Dios, cuya esencia es la causa de la belleza de todas las cosas. Esto no debe interpretarse erróneamente entendiendo que el arte medieval no era «sentido» o que no debía evocar una emoción, especialmente del tipo que llamamos admiración o maravilla. Por el contrario, la tarea de este arte no era sólo «enseñar», sino también «conmover para convencer»: y ninguna elocuencia puede conmover si el propio orador no se ha conmovido antes. Pero, mientras nosotros hacemos de una emoción estética el primero y último fin del arte, el hombre medieval se conmovía mucho más por el significado que iluminaba las formas que por las formas en sí: tal como el matemático que se entusiasma ante una fórmula elegante, no se entusiasma por su apariencia, sino por su economía. Según el punto de vista medieval, no se podía comprender nada que no se hubiera experimentado, o amado: un punto de vista muy alejado de nuestra supuestamente objetiva ciencia del arte y de la mera información sobre éste que se imparte habitualmente al estudiante.

El arte, desde el punto de vista medieval, era un tipo de conocimiento de acuerdo con el cual el artista imaginaba la forma o diseño de la obra que había que hacer, y mediante el cual reproducía esta forma en el material adecuado o disponible. El producto no era llamado «arte», sino «artefacto», una cosa «hecha con arte»; el arte permanece en el artista. Tampoco se hacía ninguna distinción entre «bellas» artes y artes «aplicadas», o entre arte «puro» y arte «decorativo». El arte estaba destinado a un «buen uso» y se «adaptaba a la circunstancia». El arte podía aplicarse a usos noble o comunes, era no era más o menos arte en un caso que en el otro. Nuestro empleo de la palabra «decorativo» habría parecido abusivo, como si hablásemos de simple sombrerería de señoras o de tapicería, pues todas las palabras que significan decoración en muchas lenguas, latín medieval incluido, se referían originariamente no a algo que podía añadirse a un producto y a terminado y eficaz simplemente para complacer al ojo o al oído, sino a la terminación de algo con l que podía ser necesario para su funcionamiento, ya sea con respecto al espíritu o al cuerpo: una espada, por ejemplo, «adornaría» a un caballero, como la virtud «adorna» al alma o el conocimiento al espíritu.

Más que la belleza, el fin que se perseguía era la perfección. No había ninguna «estética», ninguna «psicología» del arte, sino sólo una retórica, o teoría de la belleza. Esta belleza era considerada como el poder de atracción de la perfección y se hacía consistir en la corrección, el orden o la armonía entre las partes (algunos dirán que esto significaba: en ciertas relaciones matemáticas ideales entre las partes) y en la claridad o iluminación, la huella de lo que San Buenaventura denomina «la luz de un arte mecánico». Nada que fuera inteligible podía haberse considerado bello. La fealdad era la falta de atractivo de lo informe y lo desordenado.

El artista no era una clase especial de hombre, sino que cada hombre era una clase especial de artista. No le correspondía saber cómo hacer. El artista no consideraba su arte como una «autoexpresión», ni tampoco al patrón le interesaba su personalidad o su biografía. El artista era por regla general, y a menos que lo dejara de ser accidentalmente, anónimo; sólo firmaba su obra, si lo hacía, a modo de garantía: lo que importaba no era quién, sino qué se decía. No hubiera sido posible concebir unos derechos de autor en un medio donde todo el mundo daba por sentado que no puede haber propiedad en el terreno de las ideas, que son de quien las adopta: quienquiera que, de este modo, haga suya una idea, trabaja con originalidad y produce a partir de una fuente inmediata que está en su interior, por muchas veces que la misma idea haya podido ser expresada por otros antes que él o a su alrededor.

Tampoco era el patrón una clase especial de hombre, sino simplemente nuestro «consumidor». Este patrón era «el juez del arte»: no un crítico o un «connaisseur» en nuestro sentido académico, sino un hombre que conocía sus necesidades -tal como un carpintero sabe qué herramientas debe hacerle el herrero- y que podía distinguir una labor adecuada de otra inadecuada, cosa que el consumidor moderno no puede hacer. Esperaba del artista un producto que funcionara (1), y no algún jeu d´esprit particulier. Nuestro entendidos, cuyo interés se dirige principalmente a la personalidad del artista tal como se expresa en el estilo -el accidente y no la esencia del arte- pretenden juzgar el arte medieval sin tener en cuenta sus razones, y no hacen caso de la iconografía en la que estas razones están claramente reflejadas. Pero, ¿quién puede juzgar si una cosa ha sido bien hecha o dicha, y así distinguir lo bueno de lo malo tal como lo juzga el arte, si no sabe perfectamente qué había que decir o hacer?

El simbolismo cristiano, al que Emile Mâle calificó de «cálculo», no era el lenguaje particular de ningún individuo, siglo o nación, sino particularmente cristiano o europeo. Si del arte se ha dicho, con razón, que es un lenguaje universal, no es porque las facultades sensitivas de todos los hombres les permiten identificar lo que ven, de modo que pueden decir «esto representa un hombre» tanto si la obra la ha realizado un escocés como un chino, sino a causa de la universalidad del simbolismo adecuado con el cual sus significados se han expresado. Pero el que exista un lenguaje del arte universalmente inteligible no significa que todos podamos leerlo, así como el hecho de que en la Edad Media el latín se hablara en toda Europa no significa que los europeos puedan hablarlo hoy. El lenguaje del arte es un lenguaje que debemos volver a aprender si queremos entender el arte medieval y no simplemente registrar nuestras reacciones ante él. Y esta es nuestra última palabra: que comprender el arte medieval exige más que un moderno «curso de apreciación del arte»: exige una comprensión del espíritu de la Edad Media, el espíritu del cristianismo y, en último análisis, el espíritu de lo que, acertadamente, se ha denominado la «Philosophia Perennis» o «Tradición universal y unánime», de la que San Agustín habló como de «una sabiduría que no ha sido creada, sino que es ahora lo que siempre fue y siempre será»; una pizca de la cual abrirá las puertas hacia la comprensión y el goce de cualquier arte tradicional, ya sea el de la Edad Media, el de Oriente, o el «popular» de cualquier parte del mundo.

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1.- Las necesidades humanas son las necesidades del hombre completo, que no vive solo de pan (...) el hombre completo necesita cosas bien hechas que sirvan al mismo tiempo para las necesidades de la vida activa y la contemplativa (...) los objetivos del arte son completamente utilitarios, en el sentido mas amplio de la palabra, en cuanto se aplica al hombre completo.

 

(VI)

La Nada es lo mismo que la plenitud. En el eterno estado, la plenitud es lo
mismo que la vacuidad. La Nada esta vacía y llena.
A B R A X A S CONTIENE A P A C H A K U T E K
 
     El Ojul (producto del semen) está siempre bien preservado en la ciencia Yoga y de aquí proviene toda una disciplina y los métodos de transformación y de preservación completa para salvaguardar la energía. El Bindu (fluido seminal) es de lo más precioso y en las órdenes místicas este tema de continencia de una fuerza muy bien conocida ha sido desde siempre de un particular estudio que se basa evidentemente en la Gran Tradición que ha estado conservada sobre todo por los Rishis, los Gurús, los Yoghis.
Sat Gurú de la Ferrière Yug Yoga Yoghismo / 467 Traducción del Venerable Ferriz Olivares
 

 

 

 

Respetable Jñápika Gurú Dr. Pablo Elias Gómez Posse.

E Mail: aum_jnapika_satya_guru@hotmail.com
 


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