Al intentar poner un poco de orden en mis ideas, encontré que, aunque
ciertas modalidades han desaparecido y otras han cambiado, algunas han
resistido a la erosión de los siglos y las mutaciones históricas. Pueden
reducirse a cinco y componen lo que me he atrevido a llamar los
elementos constitutivos de nuestra imagen del amor. La primera nota
característica del amor es la exclusividad. en estas páginas me
he referido a ella varias veces y he procurado demostrar que es la línea
que traza la frontera entre el amor y el territorio más vasto del
erotismo. Este último es social y aparece en todos los lugares y
en todas las épocas. No hay sociedad sin ritos y prácticas eróticas,
desde los más inocuos a los más sangrientos. El erotismo es la
dimensión humana de la sexualidad, aquello que la imaginación añade
a la naturaleza. Un ejemplo: la copulación frente a frente, en la que los
dos participantes se miran a los ojos, es una invención humana y no es
practicada por ninguno de los otros mamíferos. El amor es individual
o, más exactamente, interpersonal: queremos únicamente a una persona
y le pedimos a esa persona que nos quiera con el mismo afecto exclusivo.
La exclusividad requiere la reciprocidad, el acuerdo del otro, su
voluntad. Así pues, el amor único colinda con otro de los elementos
constitutivos: la libertad. Nueva prueba de lo que señalé más
arriba: ninguno de los elementos primordiales tiene vida autónoma; cada
uno está en relación con los otros, cada uno los determina y es
determinado por ellos.
Dentro de esa
movilidad, cada elemento es invariable. En el caso del amor único es una condición
absoluta: sin ella no hay amor. Pero no solamente con ella: es
necesario que concurran, en mayor o menor grado, los otros elementos. El
deseo de exclusividad puede ser mero afán de posesión. Ésta
fue la pasión analizada con tanta sutileza por Marcel
Proust. El verdadero amor consiste precisamente en la transformación
del apetito de posesión en entrega. Por esto pide reciprocidad
y así trastorna radicalmente la vieja relación entre dominio y
servidumbre. El amor único es el fundamento de los otros componentes:
todos reposan en él; asimismo, es el eje y todos giran en torno suyo. La exigencia
de exclusividad es un gran misterio: ¿por qué amamos a esta
persona y no a otra? Nadie ha podido esclarecer este enigma, salvo con
otros enigmas, como el mito de los andróginos de El Banquete.
El amor único es una de las facetas de otro gran misterio: la persona
humana.
Entre
el amor único y la promiscuidad hay una serie de gradaciones y matices.
Sin embargo, la exclusividad es la exigencia ideal y sin ella no hay amor.
¿Pero la infidelidad no es el pan de cada día de las parejas? Sí lo es
y esto prueba que Ibn Hazm, Guinezelli, Shakespeare y el mismo Stendhal no
se equivocaron: el amor es una pasión que todos o casi todos veneran pero
que pocos, muy pocos, viven realmente. Admito, claro, que en esto como en
todo hay grados y matices. La infidelidad puede ser consentida o no,
frecuente u ocasional. La primera, la consentida, si es practicada
solamente por una de las partes, ocasiona a la otra graves sufrimientos
y penosas humillaciones: su amor no tiene reciprocidad. El infiel es
insensible o cruel y en ambos casos incapaz de amar
realmente. Si la infidelidad es por mutuo acuerdo y practicada por
las dos partes -costumbre más y más frecuente- hay una baja de tensión
pasional; la pareja no se siente con fuerza para cumplir con lo que la
pasión pide y decide relativizar su relación. ¿Es amor? Más bien es
complicidad erótica. Muchos dicen que en estos casos la pasión se
transforma en amistad amorosa. Montaigne habría protestado
inmediatamente: la amistad es un afecto tan exclusivo o más que el amor.
El permiso para cometer infidelidades es un arreglo, o más bien, una
resignación. El amor es riguroso y, como el libertinaje, aunque en
dirección opuesta, es un ascetismo. Sade vio con clarividencia que el
libertino aspìra a la insensibilidad y de ahí que vea al otro como un objeto:
el enamorado busca la fusión y de ahí que transforme al objeto en
sujeto. En cuanto a la infidelidad ocasional: también es una falta, una
debilidad. Puede y debe perdonarse porque somos
seres imperfectos y todo lo que hacemos está marcado por el estigma de
nuestra imperfección original. ¿Y si amamos a dos personas al
mismo tiempo? Se trata siempre de un conflicto pasajero; con frecuencia se
presenta en el momento de tránsito de un amor a otro. La elección, que
es la prueba del amor, resuelve invariablemente, a veces con crueldad, el
conflicto. Me parece que todos estos ejemplos bastan para mostrar que el
amor único, aunque pocas veces se realice íntegramente, es la condición
del amor.
El segundo
elemento es de naturaleza polémica: el obstáculo y la transgresión. No
en balde se ha comparado al amor con la guerra: entre los amores famosos
de la mitología griega, rica en escándalos eróticos, están los amores
de Venus y Marte. El diálogo entre el obstáculo y el deseo se presenta
en todos los amores y asume siempre la forma de un combate. Desde la dama
de los trovadores, encarnación de la lejanía -geográfica, social o
espiritual- el amor ha sido continua y simultáneamente interdicción e
infracción, impedimento y contravención. Todas las parejas, lo mismo las
de los poemas y novelas que las del teatro y del cine, se enfrentan a esta
o aquella
con suerte desigual, a menudo trágica, la violan. En el pasado el obstáculo
fue sobre todo de orden social.
El amor nació
en Occidente, en las cortes feudales, en una sociedad acentuadamente jerárquica.
La potencia subversiva de la pasión amorosa se revela en el 'amor cortés',
que es una doble violación del código feudal: la dama debe ser casada y
su enamorado, el trovador, de un rango inferior: A finales del siglo XVII
español, lo mismo en España que en las capitales de los virreinatos de México
y Perú, aparece una curiosa costumbre erótica que es la simétrica
contrapartida del 'amor cortés', llamada los 'galanteos de palacio'. Al
establecerse la corte en Madrid, las familias de la nobleza enviaban a sus
hijas como damas de la reina. Las jóvenes vivían en el palacio real y
participaban en los festejos y ceremonias palaciegas. Así, se anudaban
relaciones eróticas entre estas damas jóvenes y los cortesanos. Sólo
que estos últimos en general eran casados, de modo que los amoríos eran
ilegítimos y temporales. Para las damas jóvenes, los 'galanteos de
palacio' fueron una suerte de escuela de iniciación amorosa, no muy
alejada de la 'cortesía' del amor medieval. [Véase Sor Juana Inés de
la Cruz o Las trampas de la fe (páginas 133 a 138 de la edición de
Seix Barral)]
Con el paso del
tiempo las prohibiciones derivadas del rango y de las rivalidades de
clanes se han atenuado, aunque sin desaparecer completamente. Es
impensable, por ejemplo, que la enemistad entre dos familias, como la de
los Capuleto y los Montesco, impida en una ciudad moderna los amores de
dos jóvenes. Pero hay ahora otras prohibiciones no menos rígidas y
crueles; además, muchas de las antiguas se han fortalecido. La
interdicción fundada en la raza sigue vigente, no en la legislación sino
en las costumbres y en la mentalidad popular. El moro Otelo encontraría
que, en materia de relaciones sexuales entre gente de diferente raza, las
opiniones mayoritarias en Nueva York, Londres o París no son menos sino más
intolerables que las de Venecia en el siglo XVI. Al lado de la barrera de
la sangre, el obstáculo social y el económico. Aunque hoy la distancia
entre ricos y pobres, burgueses y proletarios no mantiene la forma rígida
y tajante que dividía al caballero del siervo o al cortesano del plebeyo,
los obstáculos fundados en la clase social y en el dinero determinan aún
las relaciones sexuales. Distancia entre la realidad y la legislación:
esas diferencias no figuran en los códigos sino en las costumbres. La
vida de todos los días, para no hablar de las novelas ni de las películas,
abunda en historias de amor cuyo nudo es una interdicción social por
motivos de clase o de raza.
Otra prohibición
que todavía no ha desaparecido del todo es la relativa a las pasiones
homosexuales, sean masculinas o femeninas. Esta clase de relación fue
condenada por las Iglesias y durante mucho tiempo se la llamó el 'pecado
nefando'. Hoy nuestras sociedades -hablo de las grandes ciudadeds- son
bastante más tolerantes que hace algunos años; sin embargo, el anatema aún
persiste en muchos medios. No hay que olvidar que hace apenas un siglo
causó la desgracia de Oscar
Wilde. Nuestra literatura generalmente ha esquivado este tema: era
demasiado peligroso. O lo ha disfrazado: todos sabemos, por ejemplo, que
Albertina, Gilberta y las otras 'jeunes filles en fleur' eran en realidad
muchachos. Gide tuvo mucha entereza al publicar Corydon; la novela
de E.M Foster, Maurice, por voluntad del autor apareció después
de su muerte. Algunos poetas modernos fueron más atrevidos y entre ellos
destaca un español: Luis
Cernuda. Hay que pensar en los años, el mundo y la lengua en que
publicó Cernuda sus poemas para apreciar su denuedo.
En el pasado las
prohibiciones más rigurosas y temidas eran las de las Iglesias. Todavía
lo siguen siendo, aunque en las sociedades modernas, predominantemente
seculares, son menos escuchadas. Las iglesias han perdido gran parte de su
poder temporal. La ganancia ha sido relativa: el siglo XX ha
perfeccionado los odios religiosos al convertirlos en pasiones ideológicas.
Los Estados totalitarios no sólo substituyeron a las
inquisiciones eclesiásticas sino que sus tribunales fueron más
despiadados y obtusos. Una de las conquistas de la modernidad democrática
ha sido substraer del control del Estado a la vida privada, vista como un
dominio sagrado de las personas; los totalitarios dieron un paso atrás y
se atrevieron a legislar sobre el amor. Los nazis prohibieron a los
germanos las relaciones sexuales con gente que no fuese aria. Además,
concibieron proyectos eugenésicos destinados a perfeccionar y
purificar la 'raza alemana', como si se tratase de caballos o de perros.
Por fortuna no tuvieron tiempo para llevarlos a cabo [yo lo dudo
seriamente].
Los comunistas
no fueron menos intolerantes; su obsesión no fue la pureza racial sino la
ideológica. Todavía vive en la memoria pública el recuerdo de las
humillaciones y bajezas que debían soportar los ciudadanos de esas
naciones para casarse con personas del 'mundo libre'. Una de las grandes
novelas de amor de nuestra época -El doctor Zhivago, la novela de
Boris Pasternak- relata la historia de dos amantes separados por los odios
de las facciones ideológicas durante la guerra civil que sucedió a la
toma del oder por los bolcheviques. La política es
la gran enemiga del amor. Pero los amantes siempre encuentran un
instante para escapar de las tenazas de la ideología. Ese instante es
diminuto e inmenso, dura lo que dura un parpadeo y es largo como un siglo.
Los poetas provenzales y los románticos del siglo XIX, si hubiesen podido
leerlas, habrían aprobado con una sonrisa las páginas en que Pasternak
describe el delirio de los amantes, perdidos en una cabaña de la estepa,
mientras los hombres se degüellan por abstracciones. El poeta ruso
compara esas caricias y esas frases entrecortadas con los diálogos sobre
el amor de los antiguos filósofos. No exageró: para los amantes el
cuerpo piensa y el alma se toca, es palpable.
El obstáculo y
la transgresión están íntimamente asociados a otro elemento también
doble: el dominio y la submisión. En su origen, como ya dije, el
arquetipo de la relación amorosa fue la relación señorial: los vínculos
que unían al vasallo con el señor fueron el modelo del amor cortés. Sin
embargo, la transposición de las relaciones reales de dominación a la
esfera del amor -zona privilegiada de lo imaginario- fue algo más
que una traducción o una reproducción. El vasallo estaba ligado al señor
por una obligación que comenzaba con el nacimiento mismo y cuya
manifestación simbólica era el homenaje de pleitesía. La relación de
soberanía y dependencia era recíproca y natural; quiero decir, no era el
objeto de un convenio explícito y en el que interviniese la voluntad,
sino la consecuencia de una doble fatalidad: la del nacimiento y la de la
ley del suelo donde nacía. En cambio, la relación amorosa se funda en
una ficción: el código de cortesía. Al copiar la relación entre el
señor y el vasallo, el enamorado transforma la fatalidad de la sangre y
el suelo en libre elección: el enamorado escoge voluntariamente a su señora
y, al escogerla, elige también su servidumbre. El código del amor
cortés contiene, además, otra transgresión de la moral señorial: la
dama de alta alcurnia olvida, voluntariamente, su rango y cede su soberanía.
El amor ha sido
y es la gran subversión de Occidente. Como en el erotismo, el agente de
la transformación es la imaginación. Sólo que, en el caso del
amor, el cambio se despliega en relación contraria: no niega al otro ni
lo reduce a la sombra sino que es negación de la propia soberanía.
Esta autonegación tiene una contrapartida: la aceptación del otro.
Al revés de lo que ocurre en el dominio del libertinaje, las imágenes
encarnan: el otro, la otra, no es una sombra sino una realidad carnal y
espiritual. Puedo tocarla pero también hablar con ella. y puedo oírla
-y más: beberme sus palabras. Otra vez la transubstanciación: el
cuerpo se vuelve voz, sentido; el alma es corporal. Todo amor es eucaristía.
El afán
constante de todos los enamorados y el tema de nuestros grandes poetas y
novelistas ha sido siempre el mismo: la búsqueda del reconocimiento de
la persona querida. Reconocimiento en el sentido de confesar, como
dice el diccionario, la dependencia, subordinación o vasallaje en que se
está respecto de otro. La paradoja reside en que ese reconocimiento es voluntario:
es un acto libre. Reconocimiento, asimismo, en el sentido de confesar que
estamos ante un misterio palpable y carnal: una persona.. El
reconocimiento aspira a la reciprocidad pero es independiente de
ella. Es una apuesta que nadie está seguro de
ganar porque es una apuesta que depende de la libertad del otro.
El origen de la relación de vasallaje es la obligación natural y recíproca
del señor y del feudatario; el del amor es la búsqueda de la
reciprocidad libremente otorgada. La paradoja del amor único reside en el
misterio de la persona que, sin saber nunca exactamente la razón,
se siente invenciblemente atraída por otra persona, con exclusión de las
demás. La paradoja de la servidumbre reposa sobre otro misterio: la
transformación del objeto erótico en persona lo convierte inmediatamente
en sujeto dueño de albedrío. El objeto que deseo se vuelve sujeto que me
desea o que me rechaza. La cesión de la soberanía personal y la aceptación
coluntaria de la servidumbre entrañan un verdadero cambio de naturaleza:
por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y
el sujeto en objeto deseado. Se representa al amor en forma de un nudo;
hay que añadir que ese nudo está hecho de dos
libertades enlazadas.
Dominación y
servidumbre, así como obstáculo y transgresión, más que elementos por
sí solos, son variantes de una contradicción más vasta que los engloba:
fatalidad y libertad. El amor es atracción involuntaria hacia una
persona y voluntaria aceptación de esa atracción. Se ha discutido
mucho acerca de la naturaleza del impulso que nos lleva a enamorarnos de
esta o aquella persona. Para Platón la atracción era un compuesto de dos
deseos, confundidos en uno solo: el deseo de hermosura y el de
inmortalidad. Deseamos a un cuerpo hermoso y deseamos engendrar en ese
cuerpo hijos hermosos. Este deseo, como se ha visto, paulatinamente se
transforma hasta culminar, ya depurado, en la contemplación de las
esencias y las ideas. Pero ni el amor ni el erotismo, según creo haberlo
mostrado en este libro, están necesariamente asociados al deseo de
reproducción; al contrario, con frecuencia consisten en un poner entre
paréntesis el instinto sexual de procreación. En cuanto a la hermosura:
para Platón era una y eterna, para nosotros es plural y cambiante. Hay
tantas ideas de la belleza corporal como pueblos, civilizaciones y épocas.
La belleza de hoy no es la misma que aquella que encendió la imaginación
de nuestros abuelos; el exotismo, poco apreciado por los contemporáneos
de Platón, es hoy un incentivo erótico. ...
La hermosura,
además de ser una noción subjetiva, no juega sino un papel menor en la
atracción amorosa, que es más profunda y que todavía no ha sido
enteramente explicada. Es un misterio en el que interviene una química
secreta y que va de la temperatura de la piel al brillo de la mirada, de
la dureza de unos senos al sabor de unos labios. Sobre gustos no hay
nada escrito, dice el refrán; lo mismo debe decirse del amor: NO hay
reglas. La atracción es
un compuesto de naturaleza sutil y, en cada caso, distinta. Está
hecha de humores animales y arquetipos espirituales, de experiencias
infantiles y de los fantasmas que pueblan nuestros sueños. El amor no es
deseo de hermosura: es ansia de 'completud' La creencia en los
brebajes y hechizos mágicos ha sido, tradicionalmente, una manera de
explicar el carácter, misterioso e involuntario, de la atracción
amorosa. Todos los pueblos cuentan con leyendas que tienen como tema
esta creencia. En Occidente, el ejemplo más conocido es la historia de
Tristán e Isolda, un arquetipo que sería repetido sin cansancio por el
arte y la poesía. Los poderes de persuación de la Celestina, en el
teatro español, no están únicamente en su lengua elocuente y en sus pérfidas
zalamerías sino en sus filtros y brebajes. Aunque la idea de que el
amor es un lazo mágico que literalmente cautiva la voluntad y el albedrío
de los enamorados es muy antigua, es una idea todavía viva: el
amor es un hechizo y la atracción que une a los amantes es un
encantamiento. Lo extraordinario es que esta creencia coexiste con la
opuesta: el amor nace de una decisión libre, es la aceptación
voluntaria de una fatalidad.
El Renacimiento
y la Edad Barroca, sin renunciar al filtro mágico de Tristán e Isolda,
concibieron una teoría de las pasiones y las simpatías. El símbolo
predilecto de los poetas de esta época fue el imán, dueño de un
misterioso e irresistible poder de atracción. En esta concepción fueron
determinantes dos legados de la Antiguedad grgecorromana: la teoría de
los cuatro humores y la astrología. Las afinidades y repulsiones entre
los temperamentos sanguíneos, nervioso, flemático y melancólico
ofrecieron una base para explicar la atracción erótica. Esta teoría venía
de la tradición médica de Galeno y de la filosofía de Aristóteles, al
que se atribuía un tratado sobre el temperamento melancólico. La
creencia en la influencia de los astros tiene su origen en Babilonia, pero
la versión que recoge el Renacimiento es de estirpe platónica y estoica.
Según el Timeo, en el viaje celeste de las almas al descender a la
tierra para encarnar en un cuerpo, reciben las influencias fstas y
nefastas de Venus, Marte, Mercurio, Saturno y otros planetas. Esas
influencias determinan sus predisposiciones e inclinaciones. Por su parte,
los estoicos concebían al cosmos como un sistema regido por las afinidades
y simpatías de la energía universal (pneuma), que se reproducían en
cada alma universal. En una y otra doctrina el alma individual era parte
del alma universal y estaba movida por las fuerzas de amistad y repulsión
que animan al cosmos.
Los románticos
y los modernos han reemplazado el neoplatonismo renacentista por
explicaciones psicológicas y fisiológicas, tales como la cristalización,
la sublimación y otras parecidas. Todas ellas, por más diversas que
sean, conciben al amor como atracción fatal. Sólo que esa fatalidad,
sean sus víctimas Calixto y Melibea o Hans Castorp y Claudia, ha sido en
todos los casos libremente asumida. Agrego: y ardientemente
invocada y deseada. La fatalidad se manifiesta sólo con y a través de la
complicidad de nuestra libertad. El nudo entre libertad y destino -el
gran misterio de la tragedia griega y de los autos sacramentales hispánicos-
es el eje en torno al cual giran todos los enamorados de la historia. Al
enamorarnos, escogemos nuestra fatalidad. trátese del amor a Dios o del
amor a Isolda, el amor es un misterio en el que libertad y predestinación
se enlazan. Pero la paradoja de la libertad se despliega también en el
subsuelo psíquico: las vegetaciones venenosas de
las infidelidades, las traiciones, los abandonos, los olvidos, los celos.
El misterio de la libertad amorosa y su flora alternativamente radiante
y fúnebre ha sido el tema central de nuestros poetas y artistas. También
de nuestras vidas, la real y la imaginaria, la vivida y la soñada.
La quinta nota
distintiva de nuestra idea del amor consiste, como en el caso de las
otras, en la unión indisoluble de dos contrarios, el cuerpo y el alma.
Nuestra tradición, desde Platón, ha exaltado al alma y ha menospreciado
el cuerpo. Frente a ella y desde sus orígenes, el amor ha ennoblecido el
cuerpo: sin atracción física, carnal, no hay amor. Ahora asistimos a
una reversión radicalmente opuesta al platonismo: nuestra época niega
al alma y reduce el espíritu humano a un reflejo de las funciones
corporales. [yo: y luego nos quejamos porque no tenemos a nuestro príncipe
... o creemos que es cuestión de suerte ... ?¿] Así ha minado en su
centro mismo la noción de persona, doble
herencia del cristianismo y la filosofía griega. La noción de alma
constituye a la persona y, sin persona, el amor regresa al mero erotismo.
Más adelante volveré sobre el ocaso de la noción de persona en
nuestras sociedades; por ahora, me limito a decir que ha
sido el principal responsable de los desastres políticos del siglo XX y
del envilecimiento general de nuestra civilización. Hay una conexión íntima
y casual, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos
y amor. Sin la creencia en un alma inmortal inseparable de un
cuerpo mortal, no habría podido nacer el amor único ni su consecuencia:
la transformación del objeto deseado en sujeto deseante. En
suma, el amor exige como condición previa la noción de persona y ésta
la de un alma encarnada en un cuerpo.
La palabra persona
es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor
teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima
al personaje? El espíritu humano, el alma o anima. La persona es un ser
compuesto de un alma y un cuerpo. Aquí aparece otra y gran paradoja del
amor; tal vez la central, su nudo trágico: amamos
simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes y un
alma inmortal. El amante ama por igual al cuerpo y al alma.
Incluso puede decirse que, si no fuera por la atracción hacia el cuerpo,
el enamorado no podría amar al alma que lo anima. Para el amante el
cuerpo deseado es alma; por esto le habla con un lenguaje más allá del
lenguaje pero que es perfectamente comprensible, no con la razón, sino
con el cuerpo, con la piel. A su vez el alma es palpable: la podemos tocar
y su soplo refresca nuestros párpados o caienta nuestra nuca. Todos los
enamorados han sentido esta transposición de lo corporal a lo espiritual
y viceversa. Todos lo saben con un saber rebelde a la razón y al lenguaje.
Algunos poetas lo han dicho:
... her pure
and eloquent blood
Spoke in her cheeks, and so
distinctly wrought
That one might always say, her
body thought.
[John Donne: Second Anniversary]
Al ver en el
cuerpo los atributos del alma, los enamorados incurren en una herejía que
reprueban por igual los cristianos y los platónicos. Así, no es extraño
que haya sido considerado como un extravío e incluso como una locura: el
loco amor de los poetas medievales. El amor es loco porque encierra a
los amantes en una contradicción insoluble.
Para la tradición platónica, el alma vive prisionera en el cuerpo; para
el cristianismo, venimos a este mundo sólo una vez y sólo para salvar
nuestra alma. En uno y otro caso hay oposición entre alma y cuerpo,
aunque el cristianismo la haya atenuado con el dogma de la resurrección
de la carne, y la doctrina de los cuerpos gloriosos. Pero el
amor es una transgresión tanto de la tradición platónica como de la
cristiana. Traslada al cuerpo los atributos del alma y éste deja de
ser una prisión. El amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma
como si fuese cuerpo. El amor mezcla la tierra con el cielo: es la gran
subversión. Cada que el amante dice: te amo para siempre, confiere
a una criatura efímera y cambiante dos atributos divinos: la inmortalidad
y la inmutabilidad. La contradicción es en verdad trágica: la carne se
corrompe, nuestros días están contados. No obstante, amamos. Y amamos
con el cuerpo y con el alma, en cuerpo y alma.
Esta descripción
de los cinco elementos constitutivos de nuestra imagen del amor, por más
somera que haya sido, me parece que revela su naturaleza contradictoriaa,
paradójica o misteriosa. Mencioné a cinco rasgos distintivos; en
realidad, como se ha visto, pueden reducirse a tres: la
exclusividad, que es amor a una sola persona; la atracción
, que es la fatalidad libremente asumida; la persona,
que es alma y cuerpo. El amor está compuesto de contrarios pero que no
pueden separarse y que viven sin cesar en lucha y reunión con ellos
mismos y con los otros. Estos contrarios, como si fuesen los planetas del
extraño sistema solar de las pasiones, giran en torno a un sol único.
este sol también es doble: la pareja. Continua transmutación de cada
elemento: la libertad escoge servidumbre, la fatalidad se transforma en
elección voluntaria, el alma es cuerpo y el cuerpo es alma. Amamos a un
ser mortal como si fuese inmortal. Lope lo dijo mejor: a lo que es
temporal llamamos eterno. Sí, somos mortales, somos hijos del tiempo
y nadie se salva de la muerte. No sólo sabemos que vamos a morir sino que
la persona que amamos también morirá. Somos juguetes del tiempo y sus
accidentes: la enfermedad y la vejez, que desfiguran al cuerpo y extravían
al alma. Pero el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado
para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos
mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en
infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una
medida.
Más
allá de felicidad o infelicidad,
aunque sea las dos cosas,
el amor es intensidad;
no nos regala la
eternidad sino la vivacidad,
ese minuto
en el que se
entreabren las puertas del tiempo y del espacio: aquí
es allá y ahora es siempre.
En el amor
todo es dos
y
todo tiende a ser uno.
Octavio Paz