Juan Antonio Rosado
(Texto tomado
del sitio en internet del periódico "unomásuno" -"unom@suno en línea"- en
la dirección: http://www.unomasuno.com.mx/vernsuple.asp?id=50346,
correspondiente al 1 de octubre del 2001)
Al contrario del discurso teológico, el misticismo es una experiencia
inefable que sólo se manifiesta con un discurso muchas veces ambiguo y
polisémico. Donald Attwater define al misticismo como el conocimiento
experimental de la presencia divina, en que el alma tiene, como una gran
realidad, un sentimiento de contacto con Dios. Es un movimiento espiritual
ascendente, que lleva al hombre a la inefabilidad del éxtasis, a la
experiencia de la otredad. En la mística se busca la unión más allá del
límite que fija la identidad para perderse en una continuidad impersonal y
trascendente con lo Otro. Pero: ¿por qué todos o la gran mayoría de los
escritores místicos han comparado esa pérdida con la relación amorosa?
Mística posee la misma raíz que misterio, y es el misterio de la unión
sexual humana quizá el más antiguo e indescifrable, no sólo por sus
consecuencias en el campo de la fertilidad, sino en el mismo hecho del
placer como algo cuya materialidad nos conduce a algo paradójicamente
inmaterial e inefable. El misterio sigue siéndolo como absoluta
inaccesibilidad, y su revelación no se hará por medios racionales; es
interrogación abierta que escatima la mesura y el límite: no es un
problema que pueda solucionarse con la inteligencia. La suma de
contradicciones y paradojas, en el misticismo –como lo advierte Ramón
Xirau–, anula toda significación y razón al pretender recuperar la
totalidad en la otredad como misterio.
San Juan de la Cruz utiliza las
paradojas como reunión de contrarios que en su misma contradicción anulan
la palabra común para resaltar la palabra auténtica, esencial. Georges
Bataille advierte que Hegel, en parte, extrajo de un místico como el
maestro Eckhart no sólo sus conocimientos de teología, sino el mismo
movimiento dialéctico que, por cierto, ya se había manifestado
explícitamente desde el Rig Veda unos mil 500 años antes de Heráclito. En
el Bhagavad-Gita todos los contrarios se hacen presentes cuando Arjuna
contempla a la divinidad: un Ser en el que está todo: negación y
afirmación, creación y destrucción. Krishna le aconseja a Arjuna que mate
porque ese es su dharma, su deber como soldado, aunque en el otro bando
estén sus mismos parientes.
Prostitución sagrada
En la búsqueda de la unión espiritual y del amor de Dios, hubo
procedimientos muy vinculados a un arte erótica, entre los cuales destacan
los fenómenos del éxtasis. Las hieródulas babilónicas de los templos, que
permitían que todo extranjero gozara de sus cuerpos en el mismo espacio
sagrado, lo sabían muy bien, como también los sacerdotes, ya que la unión
mística ha sido simbolizada por medio de la intensidad e inefabilidad de
los placeres mundanos y, sobre todo, con el placer más poderoso: el placer
sexual. En Babilonia, las mujeres consagradas al templo eran esposas de la
divinidad y, entre ellas, las hieródulas o cortesanas sagradas (gadishtum,
en acadio; Nu.Gig, en sumerio) se dedicaban a la prostitución sagrada.
La prostitución es el hecho de ofrecer al deseo. Antes del cristianismo la
religión podía regularla y, en ese sentido –advierte Bataille– llegó a ser
sagrada, como en efecto ocurrió en Babilonia y en el sur de la India,
donde el acto sexual era comprendido como unio mystica con la gran diosa.
Frazer escribe que, al parecer, en Chipre las mujeres, antes de casarse,
tenían que prostituirse con los extranjeros en el santuario de la diosa
Afrodita o Astarté. Al provocar el deseo de los hombres, Dios se entrega a
quienes lo deseen: es una prostituta, al igual que el arte. Para
comprender mejor estas ideas establezcamos paralelismos con ciertas
imágenes en algunas obras de la literatura antigua y comparémoslas con
obras del siglo XX donde hay sorpresivas coincidencias místicas.
En la mitología hindú, Krishna, uno de los múltiples avatares del Alma
Universal o Absoluto, hace el amor con su pastora favorita, Radha, en el
Gita Govinda (siglo XII), de Jayadeva. Si bien para algunos sanscritistas,
como Fernando Tola, el Gita Govinda es un poema esencialmente erótico,
centrado en lo físico, en el que contemplamos los placeres que preceden a
la unión sexual descritos por tratados técnicos como el Kama sutra, no
debe olvidarse que Krishna es Dios, y en ese sentido es más factible la
interpretación mística de este poema que del Cantar de los cantares, de
Salomón, producto, según algunos, de la influencia de la tradición
religiosa y erótica hindú sobre la civilización hebrea hasta el segundo
milenio a.C., influencia testificada arqueológicamente. De hecho, este
texto ha sido comparado en más de una ocasión con el Gita Govinda. En el
Cantar..., cuyo sujeto y sentimiento dominante es el de una mujer, se
expresan los amores de una pareja. Fue el rabino Akiba quien, gracias a su
interpretación del poema salomónico como una alegoría mística, contribuyó
a dar fin a la polémica en torno a esta obra en cuanto a que si era
factible incluirla o no en la Biblia. Afortunadamente, fue incluido en ese
libro, ya que es el único texto en la Biblia donde se representa el placer
de la unión amorosa y donde no surge el androcentrismo característico de
una religión patriarcal y excluyente. Gracias a la interpretación
alegórica, San Agustín podrá exclamar: Conoce, oh alma, a tu esposo,
abraza el deseado, embriágate con la corriente de sus afluentes gustos,
chupa la leche dulce y miel sabrosa de los divinos pechos.
Para Fray Luis de León el Amado es todo él deseo y por ello la mujer
convida por todas partes a que le deseen y se pierdan por él los que le
ven. Tal es mi amado y tal es mi querido, hijas de Jerusalén, como si
añadiendo dijese: por que veáis si tengo razón de buscarle y de estar
ansiosa en no hallarle. Fray Luis, al analizar esta parte del Cantar...,
asocia el deseo a la percepción visual. Dice el erudito que el ánima del
amante vive más en aquel a quien ama, que en sí mismo, y que verdadero
amor no espera ser convidado primero, antes él se convida y se ofrece,
como también ocurre con Krishna, que no sólo ejerce el erotismo con Radha
–la cual, por cierto, no es su esposa–, sino que también copula con
cientos de pastoras en el Bhagavata Purana, hecho que ha sido interpretado
como la unión de las almas con lo Absoluto. Algo similar ocurre tanto en
la novela como en la película Teorema, de Passolini, donde una extraña
divinidad (el huésped) anunciada por Argelino (el ángel de la anunciación)
hace el amor con una familia burguesa: se da el toque divino, la irrupción
de lo sagrado, pero cuando Dios se va de la casa cada uno de los miembros
de la familia llega al delirio, empieza a descomponer el ideal que
compartió con el invitado a causa de la crisis espiritual que lo domina:
cada uno empieza a buscar a su manera al huésped, el cual los ha dividido
y abandonado en su soledad. Se trata de un teorema metafísico. Los
integrantes de la familia cruzan la orilla de la razón hacia el delirio,
pero Dios nunca regresa porque ellos nunca lo reencuentran. Sólo la
criada, que empieza a realizar milagros y asciende al cielo en cuerpo y
alma para después retornar a la tierra, posee una superioridad espiritual
con respecto al resto de la familia, ya que nunca traicionó a Dios.
Extasis: salir del Yo
La interpretación mística de textos eróticos como el Cantar de los
cantares –clara influencia en Teorema–, el Bhagavata Purana o el Gita
Govinda, donde aparece el amor e incluso las sucesivas relaciones sexuales
de Dios con la mujer, demuestra la validez de la asociación entre la
pérdida en lo impersonal y el placer mundano. Y es que la unión en el
orgasmo es acompañada por un desprendimiento que desintegra la mente y
absorbe el cuerpo hasta fulminarlo en la continuidad de la impersonalidad
y olvido de sí. El placer nos precipita a ese olvido de la razón para
hacernos entrar en el desorden, en lo irracional. Si la memoria establece
una continuidad del yo, el orgasmo como olvido del yo es desintegración de
la identidad, pérdida en la continuidad con lo absoluto, con lo Otro.
Sobre el orgasmo, dice un personaje de Henry Miller (Van Nodern): Por un
segundo, me destruyo a mí mismo. En esos casos ni siquiera hay un yo mío
[...] Es como recibir la comunión. [...] por unos segundos tengo una
agradable sensación de ardor espiritual. No es propio de Miller comparar
el orgasmo con la comunión, aunque otros autores o tradiciones van más
lejos al compararlo e incluso realizarlo como símbolo de la unión o la
fusión con Dios. La trascendencia que implica la unio mystica se expresa
por medio de la representación del erotismo ritual; la transgresión, por
su parte, hace que el lenguaje se movilice de modo simultáneo hacia lo
obsceno y lo divino, mediante un discurso polisémico, ambivalente. La
unión erótico-amorosa ha sido el único símbolo de la unio mystica
utilizado por prácticamente todas las tradiciones místicas, incluida la
cristiana, y a diferencia de cualquier otro símbolo sagrado, la sexualidad
inmanente en el amor y en el erotismo es universal y ahistórica: el humano
jamás ha podido prescindir de ella, y cuando lo ha hecho con ejercicios
del ascetismo, recurre a metáforas o alegorías para hallar una vía que
permita expresar la inefabilidad de la continuidad del ser, de la
participación de Dios por medio de su símil con el acto amoroso. En el
Chando-gya-Upanisad se compara el acto sexual con un sacrificio, pero
además hay una afirmación del deseo sexual: Es el coito lo que se
encuentra en la sílaba OM. Cuando se realiza el acto sexual cada una de
las partes realiza el deseo de la otra. OM es una fórmula sagrada que
representa lo Absoluto.
A Bataille le parece cómico que tanto el erotismo como el misticismo
lleguen a utilizar las mismas palabras e imágenes y, sin embargo, se
ignoren, ya que, para él ¡no hay pared medianera entre erotismo y
mística!, si bien la experiencia mística se logra plenamente, mientras que
el exceso erótico puede desembocar en la imposibilidad de seguir. Aun así,
Bataille explica que la experiencia erótica es quizá cercana a la santidad
en su intensidad extrema. Tanto en los trances místicos como en el orgasmo
se opera un desbordamiento de una alegría de ser infinita, y la única
diferencia entre la experiencia mística y la erótica radica en que en el
místico todo se reduce a la conciencia, sin intervención voluntaria de los
cuerpos. La exaltación sexual y la mística propician la anulación del yo y
lo impersonal desconoce el sentimiento de posesión: el ser se abandona.
Eckhart era enfático al hablar de la liberación del yo: sólo quien se
libera del yo es dueño de sí. Este olvido es también suscitado por el
orgasmo –llamado en francés petite mort–, acto en que culmina la
experiencia erótica.
Desintegrarse o integrarse en la atemporal impersonalidad que produce el
éxtasis –palabra que significa estar fuera de sí– se llega a convertir en
deseo irreprimible. Cuando se rompen las normas del Tiempo –afirma Ramón
del Valle-Inclán en La lámpara maravillosa–, el instante más pequeño se
rasga como un vientre preñado de eternidad. El éxtasis es el goce de
sentirse engendrado en el infinito de ese instante. En El Baphomet, al
referirse a la estatua de Santa Teresa, Pierre Klossowski habla del
éxtasis en estos términos: Fuera de sí, el interior convertido en
exterior, desplegados los pliegues del alma en las fijas volutas de
mármol.
Extasis significa también desplazamiento, cambio, delirio o incluso la
excitación producida por bebidas. La experiencia extática era siempre –sin
importar que fuera un hecho individual o colectivo– el punto culminante de
los misterios. En sus orígenes, la palabra ek-stasis se aplicaba en los
misterios dionisiacos –colectivos, a diferencia de los iatromantes o
extáticos solitarios, relacionados con Apolo Hiperbóreo– para designar el
estado de delirio o extravío de los bacantes (hombres y mujeres) cuando
Dionisio se apoderaba de su ser tras los ritos en que comulgaban con él al
comer carne cruda (sobre todo del macho cabrío). En el mundo judío
existían los Nebi’im (profetas, según la traducción de los 70 sabios), a
quienes –dice loan Couliano– se ha comparado con los bacantes por sus
experiencias frenéticas. En la mística el éxtasis es la irrupción de la
divinidad y el arrobamiento del alma, unida a su objeto, porque, como dice
Fray Luis, mi alma, muchas veces es lo mismo que mi afición y mi deseo.
Pero a veces el objeto del deseo, del alma, es el propio sujeto, como
ocurre con los místicos hindúes de la inmanencia; entonces se habla de
éntasis, lo opuesto del éxtasis, donde de cualquier modo ya no hay
sujeto-objeto: ambos se disuelven, han perdido su existencia distinta.
El éxtasis de la creación
Por su parte, la experiencia artística ha sido también tema de los
escritores místicos. En principio, todo lo que las grandes religiones
consideran como sagrado se fundamenta en libros, mitos o relatos, es
decir, en representaciones. En la contemplación del arte sujeto y objeto
se vuelven uno, como el amado y la amada. La vía contemplativa de los
místicos se traduce en el voyeurismo como ritual. La vía contemplativa, al
igual que las vías imaginativas (el acto imaginativo –dice Xirau– remite a
una experiencia sensible previa) y descriptiva (la percepción de la imagen
con los sentidos) son medios para acceder a la vía unitiva o unio mystica,
representada a veces por el simple e improductivo orgasmo, después del
cual se pasa nuevamente a la apertura, a lo Abierto para repetir el rito
erótico y el éxtasis en el orgasmo. La paradoja es que la materia corporal
conduce, en el erotismo, al vacío de imágenes. Un místico alemán de la
Edad Media, Suso –discípulo del maestro Eckhart– nos habla del sentido
vacío de imágenes en el éxtasis.
Aschenbach, en La muerte en Venecia, piensa que aquel que se esfuerza por
alcanzar lo excelso nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no
es acaso una forma de perfección? Esta perfección, donde se han unido los
contrarios, se inició en la vía contemplativa, puesto que, ya desde ahí,
surge la transformación del sujeto y del objeto. En la novela La vida
interior, de Alberto Moravia, Desideria –casi siempre en compañía de la
Voz que le dictaba la transgresión y la profanación desde la óptica de un
misticismo revolucionario–, al comparar la manipulación devota que
Erostrato hacía de su cuerpo virgen y bello con la de un sacerdote que
prepara el altar antes de celebrar el rito, advierte que el hombre se dejó
arrebatar por una contemplación casi religiosa. A través de la
contemplación nos continuamos en la otredad porque ese perfeccionamiento
implica el éxtasis, la impersonalidad y, como dice Bataille, la
indiferencia por lo que pueda suceder, ya que se trata de una beatitud, de
una soberanía que revela lo imposible y donde El objeto de la
contemplación, al volverse igual a nada (los cristianos dicen igual a
Dios), aún parece igual al sujeto que contempla.
Pero: ¿dónde está el vínculo propiamente dicho entre la experiencia
extática y la artística? Si el impulso del artista es comunicar, es
indispensable la contemplación, aunque sea de un solo espectador. En la
experiencia estética puede haber también éxtasis. El artista posee un
impulso hacia la perpetuación y la comunicación. El placer de exhibirse es
el de anular la individualidad, objetivarse para sentir la continuidad del
ser.
Pero si el artista desea comunicar, el místico en general carece de esa
voluntad porque su experiencia es interior, aunque, por un lado, muchos
místicos comunican sus experiencias (Raimundo Lulio, Ruysbroeck, San Juan
de la Cruz, Teresa de Avila, Miguel de Molinos, los hindúes Kabir y Mira
Bai, o los poetas místicos sufíes, entre innumerables nombres), y, por
otro, el espectador ajeno al proceso creativo y, por tanto, el artista
como espectador de su obra, son susceptibles de mantener una experiencia
extática, salir de sí. En realidad, el artista, al crear, se coloca fuera
de sí, hace suyo lo que ve y se hace prisionero de su creación: sobrepuja
todos los exteriores sentidos, como sostiene Miguel de Molinos al
referirse a la contemplación. El jesuita herético vincula su quietismo con
la contemplación. Muy alejada de eso, para la iglesia los modos de
comunicarse con Dios eran sólo la meditación y la oración. Al incitar al
abandono, a la aniquilación del yo, Molinos desobedece esas leyes.
Lo que Pierre Klossowski denomina orgasmo del espíritu, es un éxtasis que
va más allá de la carne como conciencia de algo pasado en el momento en
que el espíritu cree captarlo en la palabra: el éxtasis se da en la
representación. En su novela Roberte esta noche, se expresa la experiencia
del éxtasis como una operación que disocia el alma del cuerpo y el
espíritu del alma, de modo que la sustancia razonable pierde su
incomunicabilidad personal –se hace común– y la persona actual queda
suspendida. No es otro el deseo de Cesare Pavese: negar el mundo del
tiempo, pues Para que una experiencia tenga un valor metafísico debe huir
del tiempo y tender hacia el éxtasis: Nuestro esfuerzo incesante e
inconsciente es un tender hacia fuera del tiempo, al instante extático que
realiza nuestra libertad. Si etimológicamente, existir es estar puesto
fuera de la esencia, entonces el deseo es dejar de existir para recobrar
esa esencia mediante la acentuación, hasta el paroxismo, de lo humano, de
la demasiada humana materialidad corporal.
En cuanto a Bataille –para quien Dios ha muerto– la experiencia ateológica
carece de cualquier objetivo. Para él, el último móvil es el no-móvil, lo
Absoluto es el no-saber y no la constitución de otro orden. La única
salida del no-saber es el éxtasis, aunque el movimiento anterior al
éxtasis del no-saber es el éxtasis ante un objeto; pero al fusionarse y
desaparecer el sujeto y el objeto, lo que permanece es el no-saber o la
noche. Por ello el autor francés no está de acuerdo con la palabra
místico. Para él la experiencia interior (los estados de éxtasis) es una
experiencia desnuda, exenta de ataduras con cualquier confesión e incluso
carece de origen; por tanto, la experiencia carece también de finalidad.
Lo que Bataille califica de operación soberana no se subordina a nada y es
indiferente a los efectos que se pueden derivar de ella. La existencia
soberana, la pérdida inútil del excedente de energía, no se separa de lo
imposible, de lo ilimitado (lo posible es un límite). El amado huye
siempre en un poema de San Juan, donde la mujer –el alma– lo busca. Pero
si el místico tiene ante Dios la actitud de súbdito, de siervo, en cambio,
quien pone el ser ante sí mismo –dice Bataille– tiene la actitud de un
soberano. Sólo un soberano conoce el éxtasis, a no ser que sea Dios quien
lo conceda. La experiencia interior de Bataille –ateológica– es
independiente de aquello a lo que los místicos la ligan. Como no hay Dios
ni elementos mágicos, el misticismo plasmado por el escritor del siglo XX
es en general un misticismo ateológico en el sentido de que, como en
Bataille, es asistemático y no proviene de una revelación sobrenatural. La
Voz que se escucha en La vida interior, de Moravia, carece de omnisciencia
y desemboca en la ambigüedad en tanto posibilidad de ser interpretada como
manifestación de locura. Pero, a pesar de todo esto, existe la vivencia
interna. Dice Bataille: dispongo, si quiero, de estados místicos, pero a
la vez opone a los misticismos la lucidez de la conciencia de sí mismo,
que tiene por objeto la interioridad y, por tanto, no está subordinada al
futuro, a un fin. La experiencia interior es ampliación de las
posibilidades humanas hasta su límite y por ello todo apego, ya sea a un
Dios, a los proyectos o a la moral, es un tipo de servidumbre, aunque
Desideria, en La vida interior, llegue a servir a una supuesta Revolución,
que en realidad es una voluntad de transgresión. Lo posible se experimenta
siempre en el exceso y la experiencia interior no tiene otra salida que el
éxtasis, donde el ser está en nosotros por exceso, de tal modo que parece
que morimos. Al no haber Dios como ser sobrenatural, la experiencia
mística de Bataille carece de utilidad. Esto es notorio en novelas como
Madame Edwarda e Historia del ojo. También Salvador Elizondo y García
Ponce conciben el erotismo místico desde una experiencia ateológica. El
arte, pues, carece de utilidad en tanto palabra esencial. Así como los
místicos niegan cuanto pertenece al mundo para que el alma alcance la
sabiduría divina y el silencio, así el Arte niega la contingencia y se la
apropia para que en el silencio lo contemplemos. Y así como el místico
atribuye a Dios todo lo que es perfecto y elimina de éste todo lo
negativo, todo el error (vías atributiva y negativa), el artista y el
espectador percibirán el arte en términos semejantes: en el arte hay
renuncia de la vida en el momento de su creación o de su goce, de modo que
el contemplativo puede decir, con San Juan: Entréme donde no supe..., o
Vivo sin vivir en mí.
La transformación de la amada en el Amado en San Juan de la Cruz es
expresión del amor al otro como algo sagrado e intemporal. En el inicio de
Noche oscura la mujer va en busca del máximo placer, que, como dice
Nietzsche, quiere profunda, profunda eternidad. Eso es el cielo para los
cristianos. Para el autor de un Kama Sutra español del siglo XVII –un
morisco expulsado en 1609 que se exilió en Túnez–, el placer sexual nos
lleva a la unión transformante con Dios. Este morisco nos aconseja que en
el momento de introducir el pene, exclamemos: bismi illahi, que significa
en el nombre de Dios, frase con que inicia el Corán. Una de las fuentes de
este Kama Sutra fue un místico sufí apodado Zarruq, muy versado en el arte
erótico con una visión espiritualizante que el Islam favorece, en
contraste con la moral cristiana y a pesar de que el Islam considere a la
mujer como un ser inferior. Y es que el Corán no reprime el placer carnal.
Para el poeta místico sufí, Ibn Arabi (ca. 1215), su amada Nizam es
alegoría del mismo Dios. Sus versos, como los de San Juan, son delirantes,
al grado de que la arabista Annemarie Schimmel comenta que la poesía
sanjuanista parece obra de un sufí. Tanto Ruysbroeck como Raimundo Lulio y
su Art amativa son considerados como influencias de San Juan de la Cruz y
de Santa Teresa. Pero es interesante advertir que Lulio, considerado por
Helmut Hatzfeld como un sufí cristiano, haya sido un eslabón entre el
misticismo musulmán de los sufíes y el cristiano. Lulio no sabía latín,
pero podía escribir y leer en árabe. El jardín perfumado, de Nefzawi es
otro ejemplo de tratado erótico espiritualizante en el mundo árabe.
Incluso el Speculum al fodere (Espejo del coito), texto anónimo catalán,
es un ars amandi sexual semejante a los tratados hindúes o árabes,
anterior al Kama Sutra español, lo que implica que en la España medieval
sí existió una tradición de literatura erótica, olvidada por años. Y si
bien la fertilidad es tomada en cuenta y de ahí que estos tratados se
refieran a relaciones heterosexuales, en el seno del heteroerotismo, y
rechacen la sodomía, ello no impide que Zarruq le dé un lugar a la
anticoncepción y hasta dé un consejo para lograrla si se desea. Asimismo,
no debe olvidarse –como afirma Luce López-Baralt– que la contextualidad
más significativa de los tratados eróticos de aquella época sobre el arte
del amor sexual fue oriental antes que ovidiana, incluso en el Libro del
buen amor, de Juan Ruiz. En otras palabras, los autores eróticos españoles
–incluido San Juan, que le dio la espalda a la literatura española–
recibieron más influencia oriental que de Ovidio, lo que implica que no
hubo ninguna disociación de la vida erótica y la espiritual; al contrario:
el placer sexual es interpretado, en el Kama Sutra español, como un
anticipo del Paraíso y de la contemplación de Dios. En San Juan, por su
parte, hay una anulación del espacio-tiempo, de las identidades
individuales y de la razón lógica.
Por todo lo anterior no coincido con Jorge Guillén cuando, en Lenguaje y
poesía, afirma que la trascendencia simbólica de los versos de San Juan es
una trascendencia dentro del orden profano porque El lector, a solas con
ella, no puede pasar al orden sagrado. Ahí, entre tales símbolos, no da
lugar la alegoría que el autor, y sólo el autor, señala, porque sólo
existe en su ánimo privado, y no de modo objetivo en el texto. Por una
parte, Guillén reduce el terreno de lo sagrado al excluir el erotismo; por
otro, no toma en cuenta los títulos asignados por el poeta a sus poemas,
títulos que no dejan de ser parte del poema. Pero además –quizá lo más
importante– a Guillén se le escapa el hecho de que, como dice Heidegger,
la obra artística hace conocer abiertamente lo otro, revela lo otro; es
alegoría. Amén de las interpretaciones en prosa que el mismo San Juan
otorga, en su poesía hay una búsqueda de eternidad, de trascendencia. El
verso sanjuanista Gocémonos, Amado se traduciría hoy por hagamos el amor,
Amado. Hay síntomas claros de lo Otro, del ámbito sagrado.
El misticismo, en definitiva, se aproxima al erotismo que la moral
cristiana –influida por el platonismo y por los médicos griegos– lanzó al
mundo profano al hacerlo culpable, y así se aleja de la sexualidad lícita,
la que el cistianismo permite sólo en el seno del matrimonio y únicamente
para reproducirnos, aspecto negado por las artes eróticas de Oriente. En
la contemplación de lo divino –más allá de cualquier dios– nos
descubrimos, no seres en el mundo, como quiere Heidegger, sino uno con el
Ser (o con la Nada) en la inmaterialidad e impersonalidad del espíritu que
surge de la materia corporal y que en la literatura místico-erótica se
expresa con el cuerpo de palabras •
Juan Antonio Rosado (México, 1964) es ensayista, cuentista,
investigador y profesor de literatura. De sus obras destacan: Bandidos,
héroes y corruptos y El Presidente y el Caudillo. Fue becario del FONCA
durante los años 1997-1998 y 1999-2000. El año pasado obtuvo el Premio de
Ensayo Juan García Ponce.