IN MEMORIAM

OCTAVIO PAZ

31 de marzo de 1914   
19 de abril de1998    

Aún en la distancia ...
... cómo te extrañamos ...

 

 

  El siguiente, es un fragmento del hermoso e importante ensayo de Octavio Paz, "La llama doble",  importante ensayo de lectura obligada, sobre todo si deseamos enriquecer nuestra visión del territorio del Amor y sus vastas extensiones:

UN SISTEMA SOLAR

Si se hace un repaso de la literatura occidental durante los ocho siglos que nos separan del 'amor cortés', se comprueba inmediatamente que la inmensa mayoría de esos poemas, piezas de teatro y novelas tienen por asunto el amor. Una de las funciones de la literatura es la representación de las pasiones; la preponderancia del tema amoroso en nuestras obras literarias muestra que el amor ha sido una pasión central de los hombres y las mujeres de Occidente. La otra ha sido el poder, de la ambición política a la sed de bienes materiales o de honores. En el curso de estos ocho siglos, ¿ha cambiado el arquetipo que nos legaron los poetas provenzales? Contestar a esta pregunta requiere más de un minuto de reflexión. Los cambios han sido tantos que es casi imposible enumerarlos; nomenos difícil sería intentar un análisis de cada tipo o variante de la pasión amorosa. De la dama de los provenzales a Ana Karenina ha corrido mucha agua. Los cambios comenzaron con Dante y han continuado hasta nuestros días. Cada poeta y cada novelista tiene una visión propia del amor; algunos incluso tienen varias y encarnadas en distintos personajes. Tal vez el más rico en carácteres es Shakespeare: Julieta, Ofelia, Marco Antonio, Rosalinda, Otelo ... Cada uno de ellos es el amor en persona y cada uno es diferente de los otros. Otro tanto puede decirse de Balzac y su galería de enamoradas y enamorados, de una aristócrata como la duquesa de Langeais a una plebeya salida de un burdel como Esther Gobsek. Los enamorados de Balzac vienen de todas las clases y de los cuatro puntos cardinales. Incluso se atrevió a romper una convención respetada desde la época del 'amor cortés' y en su obra aparece por primera vez el amor homosexual: la pasión sublimada y casta del antiguo presidiario Vautrin por Lucien de Rubempré, 'homme à femmes', y la de la Marquesa de San Real por Paquita Valdés, la 'fille aux yeux d'or'. Ante tal variedad, puede concluirse que la historia de las literaturas europeas y americanas es la historia de las metamorfosis del amor.


 

metamorfosis del amor.

Apenas enunciada, siento la necesidad de rectificar y matizar mi conclusión: ninguno de estos cambios ha alterado, en su esencia, el arquetipo creado en el siglo XII. Hay ciertas notas o rasgos distintivos del 'amor cortés' -no más de cinco, como se verá más adelante- que están presentes en todas las historias de amor de nuestra literatura y que, además, han sido la base de las distintas ideas e imágenes que hemos tenido sobre este sentimiento desde la Edad Media. Algunas ideas y convenciones han desaparecido, como la de ser casada la dama y pertenecer a la nobleza o la de ser de sexo distinto los enamorados. El resto permanece, ese conjunto de condiciones y cualidades antitéticas que distinguen al amor de otras pasiones: atracción/elección, libertad/sumisión, fidelidad/traición, alma/cuerpo. Así, lo verdaderamente asombroso es la continuidad de nuestra idea del amor, no sus cambios y variaciones. Francesca es una víctima del amor y la Marquesa de Merteuil es una victimaria, Fabricio del Dongo triunfa de las asechanzas que pierden a Romeo, pero la pasión que los exalta o los devora es la misma. Todos son héroes y heroínas del amor, ese sentimiento extraño que es simultáneamente una atracción fatal y una libre elección.

Uno de los rasgos que definen a la literatura moderna es la crítica; quiero decir, a diferencia de las del pasado, no sólo canta a los héroes y relata su ascenso o su caída, sino que los analiza. Don Quijote no es Aquiles y en su lecho de muerte, se entrega a un amargo examen de conciencia; Rastignac no es el piadoso Eneas, al contrario: sabe que es despiadado, no se arrepiente de serlo y, cínico, se lo conjfiesa a sí mismo. Un intenso poema de Baudelaire se llama L'examen de minuit. El objeto de predilección de todos estos exámenes y análisis es la pasión amorosa. La poesía, la novela y el teatro modernos sobresalen por el número, la profundidad y la sutileza de sus estudios acerca del amor y su cortejo de obsesiones, emociones y sensaciones. Muchos de estos análisis -por ejemplo, el de Stendhal- han sido disecciones; lo sorprendente, sin embargo, ha sido que en cada caso esas operaciones de cirugía mental terminan en resurrecciones. En las páginas finales de La educación sentimental, quizá la obra más perfecta de Flaubert, el héroe y un amigo de juventud hacen un resumen de sus vidas: 'uno había soñado con el amor, el otro con el poder, y ambos habían fracasado. ¿Por qué?' A esta pregunta, el protagonista principal, Frédéric Moreau, responde: 'Tal vez la falla estuvo en la línea recta'. O sea: la pasión es inflexible y no sabe de acomodos. Respuesta reveladora, sobre todo si se repara en que el habla así es un alter ego de Flaubert. Pero Frédéric-Flaubert no está decepcionado del amor; a pesar de su fracaso, le sigue pareciendo que fue lo mejor que le había pasado y lo único que justificaba la futilidad de su vida. Frédéric estaba decepcionado de sí mismo; mejor dicho: del mundo en que le había tocado vivir: Flaubert no desvaloriza al amor: describe sin ilusiones a la sociedad burguesa, ese tejido execrable de compromisos, debiliddes, perfidias, pequeñas y grandes traiciones, sórdido egoísmo. No fue ingenioso sino veraz cuando dijo: Madame Bovary, c'est moi. Emma Bovary fue, como él mismo, no una víctima del amor sino de su sociedad y de su clase: ¿qué hubiera sido de ella si no hubiese vivido en la sórdida provincia francesa? Dante condena al mundo desde el cielo:
la literatura moderna lo condena desde la conciencia personal ultrajada.

La continuidad de nuestra idea del amor todavía espera su historia; la veriedad de formas en que se manifiesta, aguarda una enciclopedia. Pero hay otro método más cerca de la geografía que de la historia y del catálogo: dibujar los límites entre el amor y las otras pasiones como aquel que esboza el contorno de una isla en un archipiélago. Esto es lo que me he propuesto en el curso de estas reflexiones. Dejo al historiador la inmensa tarea, más allá de mis fuerzas y de mi capacidad, de narrar la historia del amor y de su metamorfosis; al sabio, una labor igualmente inmensa: la clasificación de las variantes físicas y psicológicas de esta pasión. Mi intención ha sido mucho más modesta.

 Al comenzar, procuré deslindar los dominios de la sexualidad, del erotismo y del amor: Los tres son modos, manifestaciones de la vida. Los biólogos todavía discuten sobre lo que es o puede ser la vida. Para algunos es una palabra vacía de significado; lo que llamamos vida no es sino un fenómeno químico, el resultado de la unión de algunos ácidos. Confieso que nunca me han convencido estas simplificaciones. Incluso si la vida comenzó en nuestro planeta por la asociación de dos o más ácidos (¿y cuál fue el origen de esos ácidos y cómo aparecieron sobre la tierra?), es imposible reducir la evolución de la materia viva, de los infusorios a los mamíferos, a una mera reacción química. Lo cierto es que el tránsito de la sexualidad al amor se caracteriza no tanto por una creciente complejidad como por la intervención de un agente que lleva el nombre de una linda princesa griega: Psiquis. La sexualidad es animal; el erotismo es humano. Es un fenómeno que se manifiesta dentro de una sociedad y que consiste, esencialmente, en desviar o cambiar el impulso sexual reproductor y transformarlo en una representación. El amor, a su vez, también es ceremonian y representación pero es algo más: una purificación, como decían los provenzales, que transforma al sujeto y al objeto del encuentro erótico en personas únicas. El amor es la metáfora final de la sexualidad. Su piedra de fundación es la libertad: el misterio de la persona.

No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sim sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible. Cierto, a veces es difícil distinguir entre amor y erotismo. Por ejemplo, en la pasión violentamente sensible que unía a Paolo y a Francesca. No obstante, el hecho de que sufriesen juntos su pena, sin poder ni sobre todo querer separarse, revela que los unía realmente el amor. Aunque su adulterio había sido particularmente grave -Paolo era hermano de Giovanni Malatesta, el esposo de Francesca- el amor había refinado su lujuria; la pasión, que los mantiene unidos en el infierno, si no los salva, los ennoblece.

Es más fácil distinguir entre el amor y los otros afectos menos empapados de sexualidad. Se dice que amamos a nuestra patria, a nuestra religión, a nuestro partido, a ciertos principios e ideas. Es claro que en ninguno de estos casos se trata de lo que llamamos amor; en todos ellos falta el elemento erótico, la atracción hacia un cuerpo. Se ama a una persona, no a una abstracción. También se emplea la palabra amor para designar el afecto que profesamos a la gente de nuestra sangre: padres, hijos, hermanos y otros parientes. En esta relación no aparece ninguno de los elementos de la pasión amorosa: el descubrimiento de la persona amada, generalmente desconocida; la atracción física y espiritual; el obstáculo que se interpone entre los amantes; la búsqueda de la reciprocidad; en fin, el acto de elegir una persona entre todas las que nos rodean. Amamos a nuestros padres y a nuestros hijos porque así nos lo ordena la religión o la costumbre, la ley de la moral o la ley de la sangre. Se me dirá: ¿y el complejo de Edipo y el de Electra, la atracción hacia nuestros padres, no es erótica? La pregunta merece respuesta por separado.

El famoso complejo, cualquiera que sea su verdadera pertinencia biológica y psicológica, está más cerca de la mera sexualidad que del erotismo. Los animales no conocen el tabú del incesto. Según Freud, todo el proceso inconsciente de la sexualidad, bajo la tiranía del super-ego, consiste precisamente en desviar este primer apetito sexual, y transformado en inclinación erótica, dirigirlo hacia un objeto distinto y que substituye a la imagen del padre o de la madre. Si la tendencia edípica no se transforma, aparece la neurosis y, a veces, el incesto. Si el incesto se realiza sin el consentimiento de uno de los participantes, es claro que hay estupro, violación, engaño o lo que se quiera pero no amor. Es distinto si hay atracción mútua y libre aceptación de esa atracción; pero entonces el afecto familiar desaparece: ya no hay padres ni hijos sino amantes. agrego que el incesto entre padres e hijos es infrecuente. La razón probablemente es la diferencia de edades: en el momento de la pubertad, el padre y la madre ya van envejeciendo y han dejado de ser deseables. Entre los animales no existe la prohibición del incesto pero en ellos el tránsito de la cría a la plena sexualidad es brevísimo. El incesto humano casi nunca es voluntario. Las dos hijas de Lot emborracharon a su padre dos noches seguidas para aprovecharse consecutivamente de su estado; en cuanto al incesto paterno: todos los días leemos en la prensa historias de padres que abusan sexualmente de sus hijos. Nada de esto tiene relación con lo que llamamos amor.

Para Freud las pasiones son juegos de reflejos; creemos amar a X, a su cuerpo y a su alma, pero en realidad amamos a la imagen de Y en X. Sexualismo fantasmal que convierte todo lo que se toca en reflejo e imagen. En la literatura no aparece el incesto entre padres e hijos como una pasión libremente aceptada: Edipo no sabe que es hijo de Yocasta. La excepción son Sade y otros pocos autores de esa familia: su tema no es el amor sino el erotismo y sus perversiones. En cambio, al amor entre hermanos le debemos una obra espléndida de John Ford (It's a pitty she is a whore) y páginas memorables de Musil en su novela El hombre sin atributos. En estos ejemplos -hay otros- la ciega atracción, una vez reconocida, es aceptada y elegida. Es lo contrario justamente del afecto familiar, en el que el elemento voluntario, la elección, no aparece. Nadie escoge a sus padres, sus hijos y sus hermanos: todos escogemos a nuestras y nuestros amantes.

El amor filial, el fraternal, el paternal y el maternal no son amor; son piedad, en el sentido más antiguo y religioso de esta palabra. Piedad viene de pietas. Es el nombre de una virtud, nos dice el Diccionario de Autoridades, que 'm ueve e incita a reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios, a nuestros padres y a la patria'. La pietas es el sentimiento de devoción que se profesaba a los Dioses en Roma. Piedad significa también misericordia y, para los cristianos, es un aspecto de la caridad. El francés y el inglés distinguen entre las dos acepcionesn y tienen dos vocablos para expresarlas: piété y piety para la primera y, para la segunda, pitié y pitty. La piedad o amor a Dios brota, según los teólogos, del sentimiento de orfandad: la criatura, hija de Dios, se siente arrojada en el mundo y busca a su Creador. Es una experiencia literalmente fundamental pues se confunde con nuestro nacimiento.. Se ha escrito mucho sobre esto; aquí me limito a recordar que consiste en el sentirse y saberse expulsados del todo prenatal y echados a un mundo ajeno: esta vida. En este sentido el amor a Dios, es decir, al Padre y al Creador, tiene gran parecido con la piedad filial. Ya señalé que el afecto que sentimos por nuestros padres es involuntario. Como en el caso de los sentimientos filiales, y según la buena definición de nuestro Diccionario de Autoridades, amar al Creador no es amor: es piedad. Tampoco el amor a nuestros semejantes es amor: es caridad. Una linda condesa balzaquiana resumió todo esto, con admirable y concisa impertinencia, en una carta a un pretendiente: Je puis faire, je vous l'avoue, une infinité de choses par charité, tout, excepté l'amour. [Le lys dans la vallée]

La experiencia mística va más allá de la piedad. Los poetas místicos han comparado sus penas y sus deliquios con los del amor. Lo han hecho con acentos de estremecedora sinceridad y con imágenes apasionadamente sensuales. Por su parte, los poetas eróticos también se sirven de términos religiosos para expresar sus transportes. Nuestra poesía mística está impregnada de erotismo y nuestra poesía amorosa de religiosidad. En esto nos apartamos de la tradición grecorromana y nos parecemos a los musulmanes y a los hindúes. Se ha intentado varias veces explicar esta enigmática afinidad entre mística y erotismo pero no se ha logrado, a mi juicio, elucidarla del todo. Añado, de paso, una observación que podría quizá ayudar un poco a esclarecer el fenómeno. El acto en que culmina la experiencia erótica, el orgasmo, es indecible. Es una sensación que pasa de la extrema tensión al más completo abandono y de la concentración fija al olvido de sí; reunión de los opuestos, durante un segundo: la afirmación del yo y su disolución, la subida y la caída, el allá y el aquí, el tiempo y el no-tiempo. La experiencia mística es igualmente indecible: instantánea fusión de los opuestos, la tensión y la distensión, la afirmación y la negación, el estar fuera de sí y el reunirse con uno mismo en el seno de una naturaleza reconciliada.

Es natural que los poetas místicos y los eróticos usen un lenguaje parecido: no hay muchas maneras de decir lo indecible. No obstante, la diferencia salta a la vista: en el amor el objeto es una criatura mortal y en la mística un ser intemporal que, momentáneamente, encarna en esta o aquella forma, Romeo llora ante el cadáver de Julieta; el místico ve en las heridas de Cristo las señales de la resurrección. Reverso y anverso: el enamorado ve y toca una presencia; el místico contempla una aparición. En la visión mística el hombre dialoga con su Creador, o, si es budista, con la Vacuidad; en uno y en otro caso, el diálogo se entabla -si es que es posible hablar de diálogo- entre el tiempo discontinuo del hombre y el tiempo sin fisuras de la eternidad, un presente que nunca cambia, crece o decrece, siempre idéntico a sí mismo. El amor humano es la unión de dos seres sujetos al tiempo y a sus accidentes: el cambio, las pasiones, la enfermedad, la muerte. Aunque no nos salva del tiempo, lo entreabre para que, en un relámpago, aparezca su naturaleza contradictoria, esa vivacidad que sin cesar se anula y renace y que, siempre y al mismo tiempo, es ahora y es nunca. Por esto, todo amor, incluso el más felíz, es trágico.

Se ha comparado muchas veces a la amistad con el amor; en ocasiones como pasiones complementarias y en otras, las más, como opuestas. Si se omite el elemento carnal, físico, los parecidos entre amor y amistad son obvios. Ambos son afectos elegidos libremente, no impuestos por la ley o la costumbre, y ambos son relaciones interpersonales. Somos amigos de una persona, no de una multitud; a nadie se le puede llamar, sin irrisión, 'amigo del género humano'. La elección y la exclusividad son condiciones que la amistad comparte con el amor. En cambio, podemos estar enamorados de una persona que no nos ame pero la amistad sin reciprocidad es imposible. Otra diferencia: la amistad no nace de la vista, como el amor, sino de un sentimiento más complejo: la afinidad en las ideas, los sentimientos o las inclinaciones. En el comienzo del amor hay sorpresa, el descubrimiento de otra persona a la que nada nos une excepto una indefinible atracción física y espiritual; esa persona, incluso, puede ser extranjera y venir de otro mundo. La amistad nace de la comunidad y de la coincidencia en las ideas, en los sentimientos o en los intereses. La simpatía es el resultado de esta afinidad; el trato refina y transforma a la simpatía en amistad. El amor nace de un flechazo; la amistad del intercambio frecuente y prolongado. El amor es instantáneo; la amistad requiere tiempo.

Para los antiguos la amistad era superior al amor. Según Aristóteles la amistad es 'una virtud o va acompañada de virtud; además, es la cosa más necesaria de la vida'. [Ética Nicomaquea, VIII] Plutarco, Cicerón y otros lo siguieron en su elogio de la amistad. En otras civilizaciones no fue menor su prestigio. Entre los grandes legados de China al mundo está su poesía y en ella el tema de la amistad es preponderante, al lado del sentimiento de la naturaleza y el de la soledad del sabio. Encuentros, despedidas y evocaciones del amigo lejano son frecuentes en la poesía china, como en este poema de Wang Wei al despedirse de un amigo en las fronteras del Imperio:

ADIOS A YÚAN, ENVIADO A ANS-HSI
En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón los sauces verdes aún más verdes.
-Oye, amigo, bebamos otra copa,
Pasado el Paso Yang no hay 'oye, amigo'.
[El Paso de Yang, más allá de la ciudad de Wei, era el último puesto militar, en la frontera con los bárbaros (Hsieng-nu)]

Aristóteles dice que hay tres clases de amistad: por interés o utilidad, por placer y la 'amistad perfecta, la de los hombres de bien y semejantes en virtud, porque éstos se desean igualmente el bien'. Desear el bien para el otro es desearlo para uno mismo si el amigo es hombre de bien. Los dos primeros tipos de amistad son accidentales y están destinados a durar poco; el tercero es perdurable y es uno de los bienes más altos a que puede aspirar el hombre. Digo hombre en el sentido literal y restringido de la palabra: Aristóteles no se refería a las mujeres. Su clasificación es de orden moral y quizá no corresponde del todo a la realidad: ¿un hombre malo no puede ser amigo de un hombre bueno? Pílades, modelo de amistad, no vacila en ser cómplice de su amigo Orestes en el asesinato de su madre Cltemnestra y de Egisto, su amante.

Al preguntarse la razón de la amistad que lo unía al poeta Étienne de La Boétie, se responde Montaigne 'porque él era él y porque yo era yo'. Y agrega que en todo esto 'había una fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta unión'. Un enamorado no habría respondido de otra manera. Sin embargo, es imposible confundir al amor con la amistad y en el mismo ensayo Montaigne se encarga de distinguirlos: 'aunque el amor nace también de su elección, ocupa un lugar distinto al de la amistad ... Su fuego, lo confieso, es más activo, punzante y ávido; pero es un fuego temerario y voluble ... un fuego febril', mientras que 'la amistad es un calor parejo y universal, templado y a la medida ... un calor constante y tranquilo, todo dulzura y pulimento, sin asperezas ...'. La amistad es una virtud eminentemente social y más duradera que el amor. Para los jóvenes, dice Aristóteles, es muy fácil tener amigos pero con la misma facilidad se deshacen de ellos: la amistad es una afección más propia de la madurez. No estoy muy seguro de esto pero sí creo que la amistad está menos sujeta que el amor a los cambios inesperados. El amor se presenta, casi siempre, como una ruptura o violación del orden social; es un desafío a las costumbres y a las instituciones de la comunidad. Es una pasión que, al unir a los amantes, los separa de la sociedad. Una república de enamorados sería ingobernable; el ideal político de una sociedad civilizada -nunca realizado- sería una república de amigos.

¿Es irreductible la oposición entre el amor y la amistad? ¿No podemos ser amigos de nuestros amantes? La opinión de Montaigne -y en esto sigue a los antiguos- es más bien negativa. El matrimonio le parece impropio para la amistad; aparte de ser una unión obligatoria y para toda la vida -aunque haya sido escogida libremente- el matrimonio es el teatro de tantos y tan diversos intereses y pasiones que la amistad no tiene cabida en él. Disiento. Por una parte, el matrimonio moderno no es ya indisoluble ni tiene mucho que ver con el matrimonio que conoció Montaigne; por otra, la amistad entre los esposos -un hecho que comprobamos todos los días- es uno de los lazos que redimen al vínculo matrimonial. La opinión negativa de Montaigne se extiende, por lo demás, al amor mismo. Acepta que sería muy deseable que las almas y los cuerpos mismos de los amantes gozasen de la unión amistosa; pero el alma de la mujer no le parece 'bastante fuerte para soportar los lazos de un nudo tan apretado y duradero'. Así, coincide con los antiguos: el sexo femenino es incapaz de amistad. Aunque esta opinión puede escandalizarnos, para refutarla debemos someterla a un ligero examen.

Es verdad que no hay en la historia ni en la literatura muchos ejemplos de amistad entre mujeres. No es demasiado extraño: durante siglos y siglos -probablemente desde el neolítico, según algunos antropólogos- las mujeres han vivido en la sombra. ¿Qué sabemos de lo que realmente sentían y pensaban las esposas de Atenas, las muchachas de Jerusalén, las campesinas del siglo XII o las burguesas del XV? En cuanto conocemos un poco mejor un periodo histórico, aparecen casos de mujeres notables que fueron amigas de filósofos, poetas y artistas: Santa Paula, Vittora Colona, Madame de Sévigné, George Sand, Virginia Woolf, Hannah Arendt y tantas otras. ¿Excepciones? Sí, pero la amistad es, como el amor, siempre excepcional. Dicho esto, hay que aceptar que en todos los casos que he citado se trata de amistades entre hombres y mujeres. Hasta ahora la amistad entre mujeres es mucho más rara que la amistad entre los hombres. En las relaciones femeninas son frecuentes el picoteo, las envidias, los chismes, los celos y las pequeñas perfidias. Todo esto se debe, casi seguramente, no a una incapacidad innata de las mujeres sino a su situación social. Tal vez su progresiva liberación cambie todo esto. Así sea. La amistad requiere la estimación, de modo que está asociada a la revaloración de la mujer ... Y vuelvo a la opinión de Montaigne: me parece que no es equívoco enteramente al juzgar incompatibles el amor y la amistad. Son afectos, o como él dice, fuegos distintos. Pero se equivocó al decir que la mujer está negada para la amistad. Tampoco la oposición entre amor y amistad es absoluta: no sólo hay muchos rasgos que ambos comparten sino que el amor puede transformarse en amistad. Es, diría, uno de sus desenlaces, como lo vemos en algunos matrimonios. Por último, el amor y la amistad son pasiones raras, muy raras. no debemos confundirlas ni con los amoríos ni con lo que en el mundo llaman corrientemente 'amistades' o relaciones. Dije más arriba que el amor es trágico; añado que la amistad es una respuesta a la tragedia.

Una vez trazados los límites, a veces fluctuantes y otras imprecisos, entre el amor y los otros afectos, se puede dar otro paso y determinar sus elementos constitutivos. Me atrevo a llamarlos constitutivos porque son los mismos desde el principio: han sobrevivido a ocho siglos de historia. Al mismo tiempo, las relaciones entre ellos cambian sin cesar y producen nuevaqs combinaciones a la manera de las partículas de la física moderna. A este contínuo intercambio de influencias se debe la variedad de las formas de la pasión amorosa. Son, diría, un haz de relaciones, como el imaginado por Roman Jakobson en el nivel más básico del lenguaje, el fonológico, entre sonido y sentido, cuyas combinaciones y permutaciones producen los significados. No es extraño, por esto, que muchos hayan sentido la tentación de diseñar una combinatoria de las pasiones eróticas. Es una empresa que nadie ha podido llevar a cabo con éxito. Pienso, por mi parte, que es imposible: no debe olvidarse nunca que el amor es, como decía Dante, un accidente de una persona humana y que esa persona es imprevisible. Es más útil aislar y determinar el conjunto de elementos o rasgos distintivos de ese afecto que llamamos amor. Subrayo que no se trata ni de unadefinición ni de un catálogo sino de un reconocimiento, en el primer sentido de esa palabra: examen cuidadoso de una persona o de un objeto para conocer su naturaleza o identidad. Me serviré de algunos de los atisbos que han aparecido en el transcurso de estas reflexiones pero unidos a otras observaciones y conjeturas: recapitulación, crítica e hipótesis


 

Respetable Jñápika Gurú Dr. Pablo Elias Gómez Posse.

aum_jnapika_satya_guru@hotmail.com

gurupabloelias@uolpremium.net.co
 

 

WB01337_.gif (904 bytes)
regresa al temario