El
siguiente, es un fragmento del hermoso e importante ensayo de Octavio Paz, "La
llama doble", importante ensayo de lectura obligada, sobre todo si
deseamos enriquecer nuestra visión del territorio del Amor y sus vastas
extensiones:
UN SISTEMA SOLAR
Si se hace un
repaso de la literatura occidental durante los ocho siglos que nos separan
del 'amor cortés', se comprueba inmediatamente que la inmensa mayoría de
esos poemas, piezas de teatro y novelas tienen por asunto el amor. Una de
las funciones de la literatura es la representación de las pasiones;
la preponderancia del tema amoroso en nuestras obras literarias muestra
que el amor ha sido una pasión central de los hombres y las mujeres de
Occidente. La otra ha sido el poder, de la ambición política a la
sed de bienes materiales o de honores. En el curso de estos ocho siglos,
¿ha cambiado el arquetipo que nos legaron los poetas provenzales?
Contestar a esta pregunta requiere más de un minuto de reflexión. Los
cambios han sido tantos que es casi imposible enumerarlos; nomenos difícil
sería intentar un análisis de cada tipo o variante de la pasión amorosa.
De la dama de los provenzales a Ana Karenina ha corrido mucha agua. Los
cambios comenzaron con Dante y han continuado hasta nuestros días. Cada
poeta y cada novelista tiene una visión propia del amor; algunos
incluso tienen varias y encarnadas en distintos personajes. Tal vez el más
rico en carácteres es Shakespeare: Julieta, Ofelia, Marco Antonio,
Rosalinda, Otelo ... Cada uno de ellos es el amor en persona y cada uno es
diferente de los otros. Otro tanto puede decirse de Balzac y su galería de
enamoradas y enamorados, de una aristócrata como la duquesa de Langeais a
una plebeya salida de un burdel como Esther Gobsek. Los enamorados de
Balzac vienen de todas las clases y de los cuatro puntos cardinales.
Incluso se atrevió a romper una convención respetada desde la época del
'amor cortés' y en su obra aparece por primera vez el amor homosexual:
la pasión sublimada y casta del antiguo presidiario Vautrin por Lucien de
Rubempré, 'homme à femmes', y la de la Marquesa de San Real por
Paquita Valdés, la 'fille aux yeux d'or'. Ante tal variedad, puede
concluirse que la historia de las literaturas europeas y americanas es la
historia de las metamorfosis del amor.
metamorfosis del amor.
Apenas enunciada, siento la necesidad de rectificar y matizar mi conclusión:
ninguno de estos cambios ha alterado, en su esencia, el arquetipo creado en
el siglo XII. Hay ciertas notas o rasgos distintivos del 'amor cortés' -no
más de cinco, como se verá más adelante- que están presentes en todas
las historias de amor de nuestra literatura y que, además, han sido la base
de las distintas ideas e imágenes que hemos tenido sobre este sentimiento
desde la Edad Media. Algunas ideas y convenciones han desaparecido, como la
de ser casada la dama y pertenecer a la nobleza o la de ser de sexo distinto
los enamorados. El resto permanece, ese conjunto de condiciones y cualidades
antitéticas que distinguen al amor de otras pasiones: atracción/elección,
libertad/sumisión, fidelidad/traición, alma/cuerpo. Así, lo
verdaderamente asombroso es la continuidad de nuestra idea del amor, no sus
cambios y variaciones. Francesca es una víctima del amor y la Marquesa de
Merteuil es una victimaria, Fabricio del Dongo triunfa de las asechanzas que
pierden a Romeo, pero la pasión que los exalta o los devora es la misma.
Todos son héroes y heroínas del amor, ese sentimiento extraño que es
simultáneamente una atracción fatal y una libre elección.
Uno de los rasgos que definen
a la literatura moderna es la crítica; quiero decir, a diferencia de las
del pasado, no sólo canta a los héroes y relata su ascenso o su caída,
sino que los analiza. Don Quijote no es Aquiles y en su lecho de muerte, se
entrega a un amargo examen de conciencia; Rastignac no es el piadoso Eneas,
al contrario: sabe que es despiadado, no se arrepiente de serlo y, cínico,
se lo conjfiesa a sí mismo. Un intenso poema de Baudelaire se llama L'examen
de minuit. El objeto de predilección de todos estos exámenes y análisis
es la pasión amorosa. La poesía, la novela y el teatro modernos
sobresalen por el número, la profundidad y la sutileza de sus estudios
acerca del amor y su cortejo de obsesiones, emociones y sensaciones. Muchos
de estos análisis -por ejemplo, el de Stendhal- han sido disecciones; lo
sorprendente, sin embargo, ha sido que en cada caso esas operaciones de
cirugía mental terminan en resurrecciones. En las páginas
finales de La educación sentimental, quizá la obra más perfecta de
Flaubert, el héroe y un amigo de juventud hacen un resumen de sus vidas:
'uno había soñado con el amor, el otro con el poder, y ambos habían
fracasado. ¿Por qué?' A esta pregunta, el protagonista principal, Frédéric
Moreau, responde: 'Tal vez la falla estuvo en la línea recta'. O sea: la
pasión es inflexible y no sabe de acomodos. Respuesta reveladora, sobre
todo si se repara en que el habla así es un alter ego de Flaubert.
Pero Frédéric-Flaubert no está decepcionado del amor; a pesar de su
fracaso, le sigue pareciendo que fue lo mejor que le había pasado y lo único
que justificaba la futilidad de su vida. Frédéric estaba decepcionado de sí
mismo; mejor dicho: del mundo en que le había tocado vivir: Flaubert no
desvaloriza al amor: describe sin ilusiones a la sociedad burguesa, ese
tejido execrable de compromisos, debiliddes, perfidias, pequeñas y grandes
traiciones, sórdido egoísmo. No fue ingenioso sino veraz cuando dijo: Madame
Bovary, c'est moi. Emma Bovary fue, como él mismo, no una víctima del
amor sino de su sociedad y de su clase: ¿qué hubiera sido de ella si no
hubiese vivido en la sórdida provincia francesa? Dante condena al mundo
desde el cielo:
la literatura moderna lo condena desde la conciencia personal ultrajada.
La continuidad de nuestra
idea del amor todavía espera su historia; la veriedad de formas en que se
manifiesta, aguarda una enciclopedia. Pero hay otro método más cerca de la
geografía que de la historia y del catálogo: dibujar los límites entre el
amor y las otras pasiones como aquel que esboza el contorno de una isla
en un archipiélago. Esto es lo que me he propuesto en el curso de estas
reflexiones. Dejo al historiador la inmensa tarea, más allá de mis fuerzas
y de mi capacidad, de narrar la historia del amor y de su metamorfosis; al
sabio, una labor igualmente inmensa: la clasificación de las variantes físicas
y psicológicas de esta pasión. Mi intención ha sido mucho más modesta.
Al comenzar, procuré
deslindar los dominios de la sexualidad, del erotismo y del amor: Los tres
son modos, manifestaciones de la vida. Los biólogos todavía discuten sobre
lo que es o puede ser la vida. Para algunos es una palabra vacía de
significado; lo que llamamos vida no es sino un fenómeno químico, el
resultado de la unión de algunos ácidos. Confieso que nunca me han
convencido estas simplificaciones. Incluso si la vida comenzó en nuestro
planeta por la asociación de dos o más ácidos (¿y cuál fue el origen de
esos ácidos y cómo aparecieron sobre la tierra?), es imposible reducir la
evolución de la materia viva, de los infusorios a los mamíferos, a una
mera reacción química. Lo cierto es que el tránsito de la sexualidad
al amor se caracteriza no tanto por una creciente complejidad como por la
intervención de un agente que lleva el nombre de una linda princesa griega:
Psiquis. La sexualidad es animal; el erotismo
es humano. Es un fenómeno que se manifiesta dentro de una sociedad y
que consiste, esencialmente, en desviar o cambiar el impulso sexual
reproductor y transformarlo en una representación. El amor, a su
vez, también es ceremonian y representación pero es algo más: una
purificación, como decían los provenzales, que transforma al sujeto y al
objeto del encuentro erótico en personas únicas.
El amor es la metáfora final de la sexualidad. Su piedra de fundación es
la libertad: el misterio de la persona.
No hay amor sin
erotismo como no hay erotismo sim sexualidad. Pero la cadena se rompe en
sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es
impensable e imposible. Cierto, a veces es difícil
distinguir entre amor y erotismo. Por ejemplo, en la pasión violentamente
sensible que unía a Paolo y a Francesca. No obstante, el hecho de que
sufriesen juntos su pena, sin poder ni sobre todo querer separarse,
revela que los unía realmente el amor. Aunque su adulterio había sido
particularmente grave -Paolo era hermano de Giovanni Malatesta, el esposo de
Francesca- el amor había refinado su lujuria; la pasión, que los mantiene
unidos en el infierno, si no los salva, los ennoblece.
Es más fácil distinguir
entre el amor y los otros afectos menos empapados de sexualidad. Se dice que
amamos a nuestra patria, a nuestra religión, a nuestro partido, a ciertos
principios e ideas. Es claro que en ninguno de estos casos se trata de lo
que llamamos amor; en todos ellos falta el elemento erótico, la atracción
hacia un cuerpo. Se ama a una persona, no a una
abstracción. También se emplea la palabra amor para designar el
afecto que profesamos a la gente de nuestra sangre: padres, hijos, hermanos
y otros parientes. En esta relación no aparece ninguno de los elementos de
la pasión amorosa: el descubrimiento de la persona amada, generalmente
desconocida; la atracción física y espiritual; el obstáculo que se
interpone entre los amantes; la búsqueda de la reciprocidad; en fin, el
acto de elegir una persona entre todas las que nos rodean. Amamos a
nuestros padres y a nuestros hijos porque así nos lo ordena la religión o
la costumbre, la ley de la moral o la ley de la sangre. Se me dirá: ¿y el
complejo de Edipo y el de Electra, la atracción hacia nuestros padres, no
es erótica? La pregunta merece respuesta por separado.
El famoso complejo,
cualquiera que sea su verdadera pertinencia biológica y psicológica, está
más cerca de la mera sexualidad que del erotismo. Los animales no
conocen el tabú del incesto. Según Freud, todo el proceso inconsciente
de la sexualidad, bajo la tiranía del super-ego, consiste precisamente en desviar
este primer apetito sexual, y transformado en inclinación erótica,
dirigirlo hacia un objeto distinto y que substituye a la imagen del
padre o de la madre. Si la tendencia edípica no se transforma, aparece la
neurosis y, a veces, el incesto. Si el incesto se realiza sin el
consentimiento de uno de los participantes, es claro que hay estupro,
violación, engaño o lo que se quiera pero no amor. Es distinto si hay
atracción mútua y libre aceptación de esa atracción; pero entonces el
afecto familiar desaparece: ya no hay padres ni hijos sino amantes.
agrego que el incesto entre padres e hijos es infrecuente. La razón
probablemente es la diferencia de edades: en el momento de la pubertad, el
padre y la madre ya van envejeciendo y han dejado de ser deseables. Entre
los animales no existe la prohibición del incesto pero en ellos el tránsito
de la cría a la plena sexualidad es brevísimo. El incesto humano casi
nunca es voluntario. Las dos hijas de Lot emborracharon a su padre dos
noches seguidas para aprovecharse consecutivamente de su estado; en cuanto
al incesto paterno: todos los días leemos en la prensa historias de padres
que abusan sexualmente de sus hijos. Nada de esto tiene relación con lo que
llamamos amor.
Para Freud las
pasiones son juegos de reflejos; creemos amar a X, a su cuerpo y a su alma,
pero en realidad amamos a la imagen de Y en X. Sexualismo fantasmal que
convierte todo lo que se toca en reflejo e imagen.
En la literatura no aparece el incesto entre padres e hijos como una pasión
libremente aceptada: Edipo no sabe que es hijo de Yocasta. La excepción
son Sade y otros pocos autores de esa familia: su tema no es el amor sino el
erotismo y sus perversiones. En cambio, al amor entre hermanos le debemos
una obra espléndida de John Ford (It's a pitty she is a whore) y páginas
memorables de Musil en su novela El hombre sin atributos. En estos
ejemplos -hay otros- la ciega atracción, una vez reconocida, es
aceptada y elegida. Es lo contrario justamente del afecto familiar, en el
que el elemento voluntario, la elección, no aparece. Nadie escoge a sus
padres, sus hijos y sus hermanos: todos escogemos a nuestras y nuestros
amantes.
El amor filial, el fraternal, el paternal y
el maternal no son amor; son piedad, en el sentido más antiguo y
religioso de esta palabra. Piedad viene de pietas. Es el nombre de
una virtud, nos dice el Diccionario de Autoridades, que 'm ueve e
incita a reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios, a nuestros padres y a
la patria'. La pietas es el sentimiento de devoción que se profesaba
a los Dioses en Roma. Piedad significa también misericordia y, para los
cristianos, es un aspecto de la caridad. El francés y el inglés distinguen
entre las dos acepcionesn y tienen dos vocablos para expresarlas: piété
y piety para la primera y, para la segunda, pitié y pitty.
La piedad o amor a Dios brota, según los teólogos, del sentimiento de
orfandad: la criatura, hija de Dios, se siente arrojada en el mundo y busca
a su Creador. Es una experiencia literalmente fundamental pues se confunde
con nuestro nacimiento.. Se ha escrito mucho sobre esto; aquí me limito a
recordar que consiste en el sentirse y saberse expulsados del todo prenatal
y echados a un mundo ajeno: esta vida. En este sentido el amor a Dios, es
decir, al Padre y al Creador, tiene gran parecido con la piedad filial. Ya
señalé que el afecto que sentimos por nuestros padres es involuntario.
Como en el caso de los sentimientos filiales, y según la buena definición
de nuestro Diccionario de Autoridades, amar al Creador no es amor: es
piedad. Tampoco el amor a nuestros semejantes es amor: es caridad.
Una linda condesa balzaquiana resumió todo esto, con admirable y concisa
impertinencia, en una carta a un pretendiente: Je puis faire, je vous
l'avoue, une infinité de choses par charité, tout, excepté l'amour. [Le
lys dans la vallée]
La experiencia mística va más
allá de la piedad. Los poetas místicos han
comparado sus penas y sus deliquios con los del amor. Lo han hecho con
acentos de estremecedora sinceridad y con imágenes apasionadamente
sensuales. Por su parte, los poetas eróticos también se sirven de términos
religiosos para expresar sus transportes. Nuestra poesía mística está
impregnada de erotismo y nuestra poesía amorosa de religiosidad. En esto
nos apartamos de la tradición grecorromana y nos parecemos a los musulmanes
y a los hindúes. Se ha intentado varias veces explicar esta enigmática
afinidad entre mística y erotismo pero no se ha logrado, a mi juicio,
elucidarla del todo. Añado, de paso, una observación que podría quizá
ayudar un poco a esclarecer el fenómeno. El acto en que culmina la
experiencia erótica, el orgasmo, es indecible. Es una sensación
que pasa de la extrema tensión al más completo abandono y de la
concentración fija al olvido de sí; reunión de los opuestos, durante un
segundo: la afirmación del yo y su disolución, la subida y la caída, el
allá y el aquí, el tiempo y el no-tiempo. La experiencia mística es
igualmente indecible: instantánea fusión de los opuestos, la tensión y la
distensión, la afirmación y la negación, el estar fuera de sí y el
reunirse con uno mismo en el seno de una naturaleza reconciliada.
Es natural que los poetas místicos y los
eróticos usen un lenguaje parecido: no hay muchas maneras de decir lo
indecible. No obstante, la diferencia salta a la vista: en el amor el objeto
es una criatura mortal y en la mística un ser intemporal que, momentáneamente,
encarna en esta o aquella forma, Romeo llora ante el cadáver de Julieta; el
místico ve en las heridas de Cristo las señales de la resurrección.
Reverso y anverso: el enamorado ve y toca una presencia; el místico
contempla una aparición. En la visión mística el hombre dialoga con su
Creador, o, si es budista, con la Vacuidad; en uno y en otro caso, el diálogo
se entabla -si es que es posible hablar de diálogo- entre el tiempo
discontinuo del hombre y el tiempo sin fisuras de la eternidad, un presente
que nunca cambia, crece o decrece, siempre idéntico a sí mismo. El
amor humano es la unión de dos seres sujetos al tiempo y a sus accidentes:
el cambio, las pasiones, la enfermedad, la muerte. Aunque no nos salva del
tiempo, lo entreabre para que, en un relámpago, aparezca su naturaleza
contradictoria, esa vivacidad que sin cesar se anula y renace y que, siempre
y al mismo tiempo, es ahora y es nunca. Por esto, todo amor, incluso el más
felíz, es trágico.
Se ha comparado muchas
veces a la amistad con el amor; en ocasiones como pasiones complementarias y
en otras, las más, como opuestas. Si se omite el elemento carnal, físico,
los parecidos entre amor y amistad son obvios. Ambos son afectos elegidos
libremente, no impuestos por la ley o la costumbre, y ambos son relaciones
interpersonales. Somos amigos de una persona, no de una multitud; a nadie se
le puede llamar, sin irrisión, 'amigo del género humano'. La elección y
la exclusividad son condiciones que la amistad comparte con el amor. En
cambio, podemos estar enamorados de una persona que no nos ame pero la
amistad sin reciprocidad es imposible. Otra diferencia: la
amistad no nace de la vista, como el amor, sino de un sentimiento más
complejo: la afinidad en las ideas, los sentimientos o las inclinaciones. En
el comienzo del amor hay sorpresa, el descubrimiento
de otra persona a la que nada nos une excepto
una indefinible atracción física y espiritual; esa persona,
incluso, puede ser extranjera y venir de otro mundo. La amistad nace de la
comunidad y de la coincidencia en las ideas, en los sentimientos o en los
intereses. La simpatía es el resultado de esta afinidad; el
trato refina y transforma a la simpatía en amistad. El amor nace de un
flechazo; la amistad del intercambio frecuente y prolongado. El amor es
instantáneo; la amistad requiere tiempo.
Para los antiguos la
amistad era superior al amor. Según Aristóteles la amistad es 'una virtud
o va acompañada de virtud; además, es la cosa más necesaria de la vida'.
[Ética Nicomaquea, VIII] Plutarco, Cicerón y otros lo siguieron en su
elogio de la amistad. En otras civilizaciones no fue menor su prestigio.
Entre los grandes legados de China al mundo está su poesía y en ella el
tema de la amistad es preponderante, al lado del sentimiento de la
naturaleza y el de la soledad del sabio. Encuentros, despedidas y
evocaciones del amigo lejano son frecuentes en la poesía china, como en
este poema de Wang Wei al despedirse de un amigo en las fronteras del
Imperio:
ADIOS A YÚAN, ENVIADO
A ANS-HSI
En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón los sauces verdes aún más verdes.
-Oye, amigo, bebamos otra copa,
Pasado el Paso Yang no hay 'oye, amigo'.
[El Paso de Yang, más allá de la ciudad de Wei, era el último puesto
militar, en la frontera con los bárbaros (Hsieng-nu)]
Aristóteles
dice que hay tres clases de amistad: por interés o utilidad, por placer y
la 'amistad perfecta, la de los hombres de bien y semejantes en virtud,
porque éstos se desean igualmente el bien'. Desear el bien para el otro es
desearlo para uno mismo si el amigo es hombre de bien. Los dos primeros
tipos de amistad son accidentales y están destinados a durar poco; el
tercero es perdurable y es uno de los bienes más altos a que puede aspirar
el hombre. Digo hombre en el sentido
literal y restringido de la palabra: Aristóteles no se refería a las
mujeres. Su clasificación es de orden moral y quizá no corresponde del
todo a la realidad: ¿un hombre malo no puede ser amigo de un hombre bueno?
Pílades, modelo de amistad, no vacila en ser cómplice de su amigo Orestes
en el asesinato de su madre Cltemnestra y de Egisto, su amante.
Al preguntarse la razón
de la amistad que lo unía al poeta Étienne de La Boétie, se responde
Montaigne 'porque él era él y porque yo era yo'. Y agrega que en todo esto
'había una fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta unión'. Un
enamorado no habría respondido de otra manera. Sin embargo, es imposible
confundir al amor con la amistad y en el mismo ensayo Montaigne se encarga
de distinguirlos: 'aunque el amor nace también de su elección, ocupa un
lugar distinto al de la amistad ... Su fuego, lo confieso, es más activo,
punzante y ávido; pero es un fuego temerario y voluble ... un fuego
febril', mientras que 'la amistad es un calor parejo y universal, templado y
a la medida ... un calor constante y tranquilo, todo dulzura y pulimento,
sin asperezas ...'. La amistad es una virtud eminentemente social y más
duradera que el amor. Para los jóvenes, dice Aristóteles, es muy fácil
tener amigos pero con la misma facilidad se deshacen de ellos: la amistad
es una afección más propia de la madurez. No estoy muy seguro de esto
pero sí creo que la amistad está menos sujeta que el amor a los cambios
inesperados. El amor se presenta, casi siempre, como una ruptura o violación
del orden social; es un desafío a las costumbres y a las instituciones de
la comunidad. Es una pasión que, al unir a los amantes, los separa de la
sociedad. Una república de enamorados sería ingobernable; el ideal político
de una sociedad civilizada -nunca realizado- sería una república de
amigos.
¿Es irreductible la
oposición entre el amor y la amistad? ¿No podemos ser amigos de nuestros
amantes? La opinión de Montaigne -y en esto sigue a los antiguos- es más
bien negativa. El matrimonio le parece impropio para la amistad; aparte de
ser una unión obligatoria y para toda la vida -aunque haya sido escogida
libremente- el matrimonio es el teatro de tantos y tan diversos intereses y
pasiones que la amistad no tiene cabida en él. Disiento. Por una parte, el
matrimonio moderno no es ya indisoluble ni tiene mucho que ver con el
matrimonio que conoció Montaigne; por otra, la amistad entre los esposos
-un hecho que comprobamos todos los días- es uno de los lazos que redimen
al vínculo matrimonial. La opinión negativa de Montaigne se extiende, por
lo demás, al amor mismo. Acepta que sería muy deseable que las almas y los
cuerpos mismos de los amantes gozasen de la unión amistosa; pero el alma de
la mujer no le parece 'bastante fuerte para soportar los lazos de un nudo
tan apretado y duradero'. Así, coincide con los antiguos: el sexo femenino
es incapaz de amistad. Aunque esta opinión puede escandalizarnos, para
refutarla debemos someterla a un ligero examen.
Es verdad que no hay en la
historia ni en la literatura muchos ejemplos de amistad entre mujeres. No es
demasiado extraño: durante siglos y siglos -probablemente desde el neolítico,
según algunos antropólogos- las mujeres han vivido en la sombra. ¿Qué
sabemos de lo que realmente sentían y pensaban las esposas de Atenas, las
muchachas de Jerusalén, las campesinas del siglo XII o las burguesas del XV?
En cuanto conocemos un poco mejor un periodo histórico, aparecen casos de
mujeres notables que fueron amigas de filósofos, poetas y artistas: Santa
Paula, Vittora Colona, Madame de Sévigné, George Sand, Virginia Woolf,
Hannah Arendt y tantas otras. ¿Excepciones? Sí, pero la amistad es, como
el amor, siempre excepcional. Dicho esto, hay que aceptar que en todos los
casos que he citado se trata de amistades entre hombres y mujeres. Hasta
ahora la amistad entre mujeres es mucho más rara que la amistad entre los
hombres. En las relaciones femeninas son frecuentes el picoteo, las
envidias, los chismes, los celos y las pequeñas perfidias. Todo esto se
debe, casi seguramente, no a una incapacidad innata de las mujeres sino a su
situación social. Tal vez su progresiva liberación cambie todo esto. Así
sea. La amistad requiere la estimación, de modo que está asociada a la
revaloración de la mujer ... Y vuelvo a la opinión de Montaigne: me parece
que no es equívoco enteramente al juzgar incompatibles el amor y la
amistad. Son afectos, o como él dice, fuegos distintos. Pero se equivocó
al decir que la mujer está negada para la amistad. Tampoco la oposición
entre amor y amistad es absoluta: no sólo hay muchos rasgos que ambos
comparten sino que el amor puede transformarse en amistad. Es, diría, uno
de sus desenlaces, como lo vemos en algunos matrimonios. Por último, el
amor y la amistad son pasiones raras, muy raras. no debemos
confundirlas ni con los amoríos ni con lo que en el mundo llaman
corrientemente 'amistades' o relaciones. Dije más
arriba que el amor es trágico; añado que la amistad es una respuesta a la
tragedia.
Una vez trazados los
límites, a veces fluctuantes y otras imprecisos, entre el amor y los otros
afectos, se puede dar otro paso y determinar sus elementos constitutivos.
Me atrevo a llamarlos constitutivos porque son los mismos desde el
principio: han sobrevivido a ocho siglos de historia. Al mismo tiempo, las
relaciones entre ellos cambian sin cesar y producen nuevaqs combinaciones a
la manera de las partículas de la física moderna. A este contínuo
intercambio de influencias se debe la variedad de las formas de la
pasión amorosa. Son, diría, un haz de relaciones, como el imaginado
por Roman Jakobson en el nivel más básico del lenguaje, el fonológico,
entre sonido y sentido, cuyas combinaciones y permutaciones producen los
significados. No es extraño, por esto, que muchos hayan sentido la
tentación de diseñar una combinatoria de las pasiones eróticas. Es una
empresa que nadie ha podido llevar a cabo con éxito. Pienso, por mi parte,
que es imposible: no debe olvidarse nunca que el amor es, como decía
Dante, un accidente de una persona humana y que esa persona es imprevisible.
Es más útil aislar y determinar el conjunto de elementos o rasgos
distintivos de ese afecto que llamamos amor. Subrayo que no se trata ni de
unadefinición ni de un catálogo sino de un reconocimiento, en el primer
sentido de esa palabra: examen cuidadoso de una persona o de un objeto para
conocer su naturaleza o identidad. Me serviré de algunos de los atisbos que
han aparecido en el transcurso de estas reflexiones pero unidos a otras
observaciones y conjeturas: recapitulación, crítica e hipótesis